A propósito de celebrarse un aniversario mas del nacimiento de uno de los hombres mas grandes de la historia de esta nuestra Patria grande; Gervasio Artigas, publicamos un capitulo del fascinante libro escrito por el maestro e historiador Gonzalo Abella; Artigas, el resplandor desconocido. En este libro el maestro de forma muy pedagógica nos adentra en la vida y obra del «Protector de los pueblos libres».
Artigas fue visto por sus contemporáneos desde muy diversos ángulos. Todos tomaron partido, de una manera u otra, en relación a su propuesta. Nadie quedó indiferente. Odios y amores lo acompañaron siempre. Es muy importante la visión de sus contemporáneos porque después TANTO LOS DETRACTORES COMO ALGUNOS DE SUS SUPUESTOS DEFENSORES FALSIFICARON SU IMAGEN, SU PENSAMIENTO Y SU ACCION.
En realidad, los fundadores del Estado Oriental, los inventores de la Constitución de 1830, servidores de la política imperial británica y su engendro de mini-estado tapón, quisieron borrar a Artigas de la Historia.
Fue un mal comienzo para un país recién nacido. Claro que a pesar de eso y de los crímenes de Estado que aquí se cometieron (genocidio charrúa, complicidad en la agresión al Paraguay, dictaduras varias, discriminaciones y racismos diversos) nuestro pueblo escribió páginas muy hermosas y modeló poco a poco una identidad propia. Esta identidad se cimenta en valiosas tradiciones que son muy nuestras y se asocian a un modo de ser y de sentir, a una cultura peculiar y a una actitud libertaria. Pero el surgimiento del Estado Oriental fue una maniobra antiartiguista.
Todavía circula en el Uruguay un billete de cinco pesos que demuestra que en los festejos de la Jura de la Constitución de 1830 no hay una sola bandera artiguista, ni un solo criollo en ropas rurales, ni un indígena, ni un afroamericano. En el cuadro al óleo, que el billete reproduce, ondea la bandera del Imperio Británico y la del Imperio de Brasil, junto a la argentina y la del nuevo Estado. El 18 de Julio de 1830 los poderosos terratenientes y los embajadores imperiales tenían mucho que festejar. Se alegraban porque la nueva Constitución negaba los derechos democráticos de las mayorías, se alegraban porque Artigas estaba bien lejos y ya no volvería vivo, y porque los charrúas, memoria fiel de su proyecto multicultural, iban a ser exterminados. Pero Artigas quedó tan hondamente grabado en el corazón de la gente que no se pudo borrar, ni se pudo mantener la llamada «leyenda negra» en su contra.
Los gobernantes uruguayos entonces, después de su muerte, comenzaron poco a poco a exaltarlo de palabra y ponerlo sobre un pedestal, pero falsificaron su pensamiento y su acción. Sepultaron algunas de sus expresiones más claras, ocultaron el sentido esencial de su programa y rodearon de un misterio impenetrable sus últimos treinta fecundos años en suelo paraguayo.
Los militares, desde Latorre y Santos, fueron los primeros en advertir que la imagen de Artigas era utilizable como Primer Soldado de un país joven que necesitaba tradiciones. A pesar de esto hubo un sector del Partido Colorado, que se resistió por mucho tiempo a esta reivindicación porque todavía estaba muy vivo el recuerdo del enfrentamiento entre Artigas y el fundador de ese sector, Fructuoso Rivera. Este sector, como desgraciadamente hace la mayoría de las instituciones humanas, creyó menos en la fuerza de sus ideales, en el ejemplo de sus hombres y mujeres ilustres, que en el viejo método de falsificar los hechos históricos que lo comprometían.
Todo estaba muy fresco aún en 1870. Por ejemplo, se recordaba perfectamente que el abandono por parte de Rivera de las posiciones independentistas, sus acuerdos secretos con Pueyrredón en 1817 y su posterior enfrentamiento a los patriotas habían culminado con la decisión expresa del propio Rivera, este contradictorio personaje, de asesinar a Artigas. Esta decisión fue tomada y documentada por escrito en 1820 cuando ya era pública la adhesión de Rivera a la invasión portuguesa. A este tema volveré después.
Reivindicar a Artigas, así pensaban algunos caudillos riveristas en tiempos de Latorre, hubiera sido levantar un índice acusador contra su líder. Debía dejarse correr el tiempo, suprimirse documentos, adulterar hechos (como pueden hacerlo los vencedores cuando escriben la historia de los derrotados). Mucho después, si el afecto por Artigas sobrevivía en la gente sencilla, podría empezar a fabricarse un culto oficial a su memoria.
Debe tenerse en cuenta que el Partido Colorado fue la agrupación política con mayor «oficio» de gobierno en el país y la que ocupó los puestos claves de decisión durante la mayor parte de los siglos XIX y XX. Estuvo en el poder cada vez que se dio un viraje crucial, para bien o para mal; y en sus pocos momentos de opositor también se las arregló para incidir en los temas más trascendentales. Es el supremo hacedor de la Historia Oficial. Esto explica en parte el silencio oficial sobre las dimensiones más trascendentes del artiguismo.
Al Estado Uruguayo le falta aún hacer lo que el Papa Juan Pablo II hizo para la Iglesia: reconocer los errores institucionales de tiempos pasados, aún los más trágicos. Lástima que aquí no se haga todavía esa revisión, porque todas las agrupaciones políticas relevantes tuvieron y tienen en sus filas ciudadanos ilustres y personas capaces de jugarse por las libertades.
Tengo en mi poder el «Album Biográfico Ilustrado y Descripción Histórico Geográfica de la República O. del Uruguay» que el Gobierno de Batlle y Ordóñez publicó a todo lujo en 1904. Una foto inmensa del «Excmo. Sr. D. José Batlle y Ordóñez» es la carátula interior de la obra, y la exaltación de su personalidad motiva el primer artículo. Pues bien, en la parte histórica Artigas no existe. Leemos: «El 28 de febrero de 1811 un centenar de gauchos levantados en armas proclamaron la Independencia de la Provincia Oriental» (…) «Portugal invadió con un ejército de 12000 hombres. A pesar de los heroicos esfuerzos de Rivera que resistió durante cuatro años, la Banda Oriental quedó sojuzgada…» (1)
Es así. Sólo a partir de los años 20 del siglo XX el Partido Colorado en su conjunto, el partido al cual perteneciera Rivera, el partido casi único de gobierno, pensó que ya Artigas no era peligroso y que podía funcionar como héroe general lejano y legendario. Habían transcurrido setenta años desde su muerte y era un país sacudido por nuevos enfrentamientos entre los partidos «blanco» y «colorado» que necesitaba símbolos y próceres extrapartidistas. Aclaremos que, a título personal, ilustres ciudadanos «colorados» ya reivindicaban a Artigas con anterioridad.
Desde la muerte de Artigas en 1850 cuatro imágenes diferentes se han enfrentado para registrar su paso por la vida.
La primera imagen fue la llamada «Leyenda Negra». No fue inventada por sus enemigos frontales, los colonialistas españoles o portugueses. Fue creada por los liberales porteños y montevideanos para calumniarlo, llamándolo desde «anarquista» y «traidor» a «hombre sin más ley que su voluntad».
Hoy quedan pocos defensores de este punto de vista. El anciano Profesor Vázquez Franco quizás sea uno de los patéticos antiartiguistas que todavía disfrutan de ir contra el sentimiento popular con un raro exhibicionismo elitista. Mucho más respetable es el sentimiento de desconfianza de algunos jóvenes de hoy, a quienes Artigas se les hace sospechoso precisamente porque los desprestigiados gobernantes de turno le rinden homenaje. Pero ya nadie puede leer sin una sonrisa lo que escribió sobre Artigas su acérrimo enemigo Marcelo T. de Alvear, porteño monárquico, también adversario jurado de San Martín, cuando llegó a la vejez: «Artigas fue el primero que entre nosotros conoció el partido que se podía sacar de la brutal imbecilidad de las clases bajas haciéndolas servir en apoyo de su poder para esclavizar a las clases superiores» (2)
Ya no tienen el impacto buscado esas expresiones groseras que ahora golpean más al que las escribió que al acusado. En cambio, sutiles variantes de la «Leyenda Negra», mucho más adecuadas al mundo de hoy, aparecen en el libro de la Profesora Marta Canesa («Rivera, un Oriental Liso y Llano», Ed. Banda Oriental, varias reediciones, Montevideo) y en libros de otros autores también colorados. Allí, para justificar las volteretas políticas de Rivera, se presenta a éste como político flexible, pragmático y sensato. Se proyecta así hacia Artigas indirectamente, por oposición, la imagen de empecinado y terco en sus decisiones originarias.
Debe recordarse, en honor de esta línea partidista de pensamiento, que también es colorado Maggi y otros pensadores que han reivindicado el artiguismo y lo han intentado comprender en su esencia desde siempre.
Otras veces se ataca directamente a la cultura charrúa, desvalorizándola, para desvirtuar así la alta valoración de Artigas por los pueblos originarios, ocultando las enseñanzas que éstos le aportaron a aquél. Atacar a los charrúas (decir que eran «pocos», «indolentes», «incorregibles») es atacar sutilmente a su mejor amigo y discípulo, José Artigas.
A veces por la vía anticharrúa se llega al delirio. El profesor Padrón Favre afirma que Rivera asesina a los charrúas a pedido de los guaraníes, y ve en este genocidio la «solución a un conflicto interétnico» secular… ¡entre un pueblo de pradera y una inmensa cultura habitante de las selvas húmedas! (algo así como decir que la ruina de los zulúes se debió a que los aborígenes australianos les prohibieron cazar koalas). Se confunde así a la macroetnia Tupí Guaraní con los grupos guaraní cristianos, y se identifican a estos últimos (esto es lo más grave) con los mercenarios de sangre guaraní al servicio de los exterminadores de pueblos originarios. También sobre ese tema deberé volver en un anexo que titulé «Nuevas formas de racismo».
Frente a la «Leyenda Negra» apareció la segunda imagen: un Artigas de bronce, guerrero joven y fornido en un caballo monumental, con aspecto de gladiador italiano. Un Artigas sin contradicciones y sin vida privada, que un día decía una frase célebre y al día siguiente le tocaba una batalla, y que entre firmar documentos y derrotar enemigos había una gran vacío sin otras sensibilidades ni vivencias. Sus frases democráticas (de las cuales se mutilaban sus reflexiones sociales y las claras referencias sobre el respeto a las culturas diferentes) transformaron a Artigas en un recitador del credo liberal y democrático-republicano. Para levantar esta imagen no necesitaron adulterar las palabras, porque en verdad Artigas era partidario de las formas democráticas de gobierno del Estado y en esto coincidía con los liberales. Simplemente recortaron las frases y omitieron hechos.
Una tercera imagen aparece entre los «blancos» más nacionalistas y luego se modifica (para reafirmarse en lo esencial) en la óptica marxista de los años sesenta. Estos enfoques cuestionan la imagen de «liberal republicano moderado y prudente» de Artigas y demuestran documentadamente su radicalismo social.
Surge así una imagen más aproximada a la realidad: un Artigas partidario de la integración americana, federal, enemigo del unitarismo porteño y del centralismo montevideano, y en un compromiso de vida, inclaudicable, con los más oprimidos y marginados.
Ambas corrientes redescubrieron al «Artigas de los de abajo». Ambas corrientes tuvieron precursores de la talla de Acevedo Díaz (en su primera época) y de Jesualdo Sosa.
Algunos «blancos» quizás intuyeron mejor el carácter de este radicalismo, pero los marxistas escribieron muchos más libros. Esta diferencia de volumen entre la producción literaria de unos y otros se debió en parte a que los «blancos» nacionalistas se sintieron ahogados por las dramáticas contradicciones internas de su Partido (¿cuándo no?) donde también escribían historiadores eruditos de enfoque conservador que se definían como «blancos». En cambio los marxistas de los sesenta se sentían dueños del futuro.
Muchísimas frases de Artigas reforzaban esta imagen radical que ambas corrientes descubrieron y su trayectoria más conocida, entre 1811 y 1820, la refrendaba en cada ación.
Los «blancos revisionistas» rescataron el énfasis artiguista en el mundo rural, la defensa del gaucho, el celoso cuidado por las soberanías particulares, la lucha por la descentralización, la opción por formas de desarrollo que no postergaran siempre al habitante del campo; pero no podían citar la política agraria radical de Artigas en su verdadera dimensión y mucho menos impulsar las libertades civiles y religiosas hasta los niveles libertarios que sólo Artigas propusiera.
Tampoco comprendieron la dimensión multicultural de la propuesta, pero eso fue un pecado general que tampoco ningún «materialista histórico» advirtió.
Para muchos marxistas (cuarenta años atrás) Artigas fue un jacobino, un socialista utópico, un precursor de Marx, un profeta de la revolución social del siglo XX.
Estos autores en general sostenían que el Artiguismo fue expresión de los anhelos de los más desposeídos en un marco de relaciones precapitalistas en el campo uruguayo, y que con el alambrado de los campos su propuesta perdió vigencia, aunque no su ejemplo.
Pero en eso se equivocaron: la propuesta de Artigas ya era considerada una locura en su momento de apogeo por parte del pensamiento «progresista» urbano. Ante los ojos de las Logias liberales, mucho más sensatos aparecían Bolívar y San Martín, que se planteaban metas independentistas acordes con el «progreso» a la manera europea y norteamericana. Artigas en cambio era considerado (desde la hegemónica racionalidad europeizada) un loco, pero demostró que esa locura, sustentada en el apoyo de los pueblos, a veces funcionaba y funciona mejor que la sensatez de los otros.
Por eso yo vislumbro y me quedo con una cuarta imagen: la del Artigas como precursor de procesos participativos multiculturales, la de aquel que supo levantar mejor que nadie en su momento un programa de respeto a la diversidad cultural y a la integración continental desde «la soberanía particular de los pueblos», como él mismo decía.
La federación de Artigas no era tanto de provincias como de culturas, hermanadas primero en el suelo charrúa y después en toda la gran Cuenca Platense, territorio donde se había aprendido a convivir en el respeto a todos los diferentes que respetaban. La Liga Federal era algo así como decir, desde el alma de cada cultura y de cada comunidad, la frase que él mismo puso en su escudo: «con libertad ni ofendo ni temo».
Esto incorporaba (o coincidía en parte con) las ideas esenciales del ideario progresista francés y norteamericano, y el pensamiento científico que siempre le interesó. También recogía las antiguas tendencias autonomistas de las ciudades medievales españolas y la defensa aldeana «del común».
Pero al afirmar como él lo hiciera: «los indios tienen el principal derecho» reconoce algo que no entraba en el pensamiento europeo de la época: los derechos de la Naturaleza, y de los pueblos que viven en ella, a ser respetados. La relación con la Naturaleza desde una cosmovisión indígena, afro y gaucha es radicalmente diferente, es totalmente opuesta a la relación de manejo y propiedad que impone sobre ella el colonialismo.
Artigas propone la coexistencia de cosmovisiones basada en el irrestricto respeto de cada una de ellas. Para ello resuelve dejar grandes zonas de Naturaleza sin repartir (ni siquiera su Reglamento Provisorio tocó esos lugares) para que los pueblos originarios, los afroamericanos y los gauchos pudieran vivir libremente en su hábitat.
En realidad, el Reglamento Provisorio es solamente la parte escrita de su programa. Da respuestas exclusivamente para la racionalidad propietarista, que es la única que Artigas busca corregir, democratizándola y subordinando el derecho de propiedad al interés común. El Reglamento es sólo una pieza de una política agraria más amplia, la cual en relación a los hábitats tradicionales sólo delimita zonas para que los propios pueblos hagan allí su ley. Este es uno de los aspectos de la «soberanía particular de los pueblos» y de la relación de Artigas con las culturas orales, que valoraban más la palabra que el documento.
Y este respeto a la diversidad cultural es un aspecto muy importante que no advirtieron los estudiosos marxistas que investigaron sobre Artigas en los años 60. Para ellos el Reglamento Provisorio de 1815 fue un impulso al desarrollo de las fuerzas productivas generando relaciones de producción más democráticas; pero no lo percibieron tal cual era, inscripto en una estrategia mucho más general, de diálogo multicultural, de desarrollo basado en estrategias locales diferenciadas.
Estos autores no comprendieron la multiplicidad de propuestas, provenientes de las diversas culturas aliadas en la Liga Federal, que eran fuente esencial de la plataforma artiguista y base social del movimiento. Por consiguiente empobrecen sin quererlo el alcance del pensamiento de Artigas. En el fondo, señalándolo como precursor de su propia doctrina, reducen su vigencia a una coyuntura concreta de nuestra historia. Ignoran la dimensión que hoy llamaríamos «ecológico-socio-cultural» de su propuesta.
Para el marco teórico marxista de esos años el desarrollo de nuestras sociedades en el siglo XIX tenía un solo curso posible: el capitalista, que era requisito previo, premisa, de toda revolución auténticamente socialista. Artigas sólo era el camino para llegar al desarrollo capitalista por la vía menos dolorosa, la más democrática. Porque el capitalismo era por entonces, creían, un mal necesario: el único escalón intermedio posible hacia la justicia social definitiva. Después el marxismo y la clase obrera (hija rebelde del capitalismo) harían el resto. Aunque a muchos de nosotros nos costó entenderlo, la propuesta de Artigas era más profunda: era la flexible búsqueda de todos los caminos posibles hacia un progreso solidario y sustentable, recogiendo lo mejor de cada aporte cultural. Era éste un camino no predeterminado en sus detalles, sino basado en las decisiones descentralizadas y libres que cada comunidad de la Confederación fuera encontrando. El camino, el programa, se construía y se reconstruía entre todos, pero siempre partiendo de determinados axiomas irrenunciables vinculados a los derechos de todas las culturas y la igualdad entre ellas.
Este principio no es el simple derecho de cada individuo a ser igual ante la Ley, que proclamaba el pensamiento democrático europeo de la época, aunque lo abarcaba; es una elaboración conceptual de un alcance estratégico mucho mayor.
Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas poner a trabajar la ciencia europea, la tecnología gaucho-charrúa, la jesuita-guaraní, el aporte espiritual-cultural afro, todo ello dentro de la sabia cosmovisión de la pradera multicultural.
Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas con la siembra de las «Escuelas de la Patria», escuelas nada laicas por cierto, que tomaban partido abierto por la causa federal americana y por la defensa de la diversidad cultural, apoyadas en Bibliotecas Públicas, trabajando para que los pueblos americanos fueran «tan ilustrados como valientes». Uno de los más hermosos poemas de Ansina es, precisamente, el Himno de la Escuela de la Patria de Purificación.
Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas con desarrollar el arte. Por eso, en medio de la pobreza de sus tropas, pide al Cabildo de Montevideo «cuerdas para los músicos de bordonas».
Este Artigas multicultural (o gaucho, que es lo mismo) que desafía todos los esquemas y los marcos teóricos académicos, es no obstante ello la imagen que perduró más vivamente en nuestro pueblo, y especialmente en las zonas rurales.