El Napoleon que no vimos. Por Marlene Daut

La guerra del emperador para reponer la esclavitud en Haití

Los críticos han señalado las numerosas inexactitudes históricas de la nueva película de Ridley Scott sobre Napoleón Bonaparte. Como estudiosa del colonialismo francés y la esclavitud, que estudia la ficción histórica, o la ficcionalización de acontecimientos reales, me molestaron mucho menos la mayoría de las libertades tomadas en Napoleón, aunque disparar cañones a las pirámides ya era excesivo. He sostenido en otra parte que las ficciones históricas no necesariamente deben juzgarse por su adherencia a los hechos. En cambio, lo que más importa es la inventiva, la creatividad, la ideología y, en última instancia, el poder narrativo.

Pero en lugar de ofrecer una visión fresca e imaginativa de Napoleón, la película de Scott escenificó las conocidas batallas de Austerlitz, Wagram y Waterloo, al tiempo que borró quizás la más importante y trascendente de las campañas militares de Bonaparte. Como ocurre con cualquier otra película de Napoléon, la versión de Scott dejará a los espectadores sin comprender la guerra genocida para restaurar la esclavitud que Bonaparte libró contra los revolucionarios negros en la colonia francesa de Saint-Domingue, lo que hoy se conoce como Haití. Para mí, dejar de lado esta historia es como hacer una película sobre Hitler sin mencionar el Holocausto.

 

Estoy por los blancos, porque soy blanco

La guerra intermitente de Francia con Gran Bretaña no cambió las fronteras inmediatas de ninguno de los dos países. Estas guerras a menudo se libraron por tierras del hemisferio americano e incluyeron una contienda histórica por Martinica, una pequeña isla en el Caribe, cuyo destino tuvo repercusiones de gran alcance para la esclavitud. En 1794, después de tres años de rebeliones de esclavos en Saint-Domingue (acontecimientos ahora conocidos como la Revolución Haitiana), el gobierno francés abolió la esclavitud en todos los territorios franceses de ultramar. Martinica, sin embargo, no estaba incluida: los franceses habían perdido recientemente la isla ante los británicos en una batalla.

En un discurso de 1799 ante el gobierno francés, Bonaparte explicó que si hubiera estado en Martinica en el momento en que los franceses perdieron la colonia, habría estado del lado de los británicos, porque nunca se atrevieron a abolir la esclavitud. “Estoy a favor de los blancos porque soy blanco”, dijo Bonaparte. “No tengo otro motivo y este es el correcto. ¿Cómo podría alguien haber concedido la libertad a los africanos, a hombres que no tenían civilización?”

Una vez que llegó al poder, Bonaparte firmó el Tratado de Amiens de 1802 con los británicos, que devolvió a Martinica al dominio francés. Posteriormente, aprobó una ley que permitía que continuara la esclavitud en Martinica. Y en julio de 1802, Bonaparte restableció formalmente la esclavitud en Guadalupe, otra colonia francesa en el Caribe. La esclavitud persistió en el imperio de ultramar de Francia hasta 1848, mucho después de su muerte en 1821.

En Saint-Domingue, Bonaparte autorizó a sus generales a eliminar a la mayoría de la población negra adulta y firmó una ley para restablecer la trata de esclavos en la isla. Para que la misión tuviera éxito, las tropas de Bonaparte tendrían que enfrentarse a un ex esclavo llamado Toussaint Louverture, que se había convertido en un líder prominente durante los primeros años de la Revolución haitiana. Después de la emancipación general, cuando la población negra se había convertido en ciudadana de Francia (en lugar de esclava), Louverture se unió al ejército francés. Luego desempeñó un papel clave ayudando a Francia a combatir y, finalmente, derrotar a las fuerzas españolas y británicas, que desde entonces habían invadido la colonia en un intento de apoderarse de ella. 

 

El primer general negro del ejército francés, Alexandre Thomas Dumas, padre del novelista Alejandro Dumas.

 

Reconociendo su destreza militar, los franceses promovieron constantemente a Louverture hasta que se convirtió en el segundo general negro de un ejército francés, después del general Thomas-Alexandre Dumas, padre del famoso novelista francés Alexandre Dumas. (Por cierto, Thomas-Alexandre Dumas aparece en la película como un personaje con un papel que no habla.)

En 1801, como testimonio de su creciente autoridad, Louverture emitió una famosa Constitución que lo nombró gobernador general de toda la isla. Sin embargo, todavía profesaba lealtad a Francia incluso cuando la colonia se volvió semi-autónoma. Para entonces, sin embargo, Bonaparte había asumido el poder como primer cónsul de Francia y se había propuesto como misión “aniquilar el gobierno de los negros” en Saint-Domingue para reimplantar la esclavitud. En enero de 1802, Bonaparte envió a su cuñado Charles Victor Emmanuel Leclerc a Saint-Domingue con decenas de miles de tropas francesas. ¿Las instrucciones de Bonaparte? Arrestar a Louverture y restablecer la esclavitud.

 

La caída de Louverture

Uno de los guionistas de la película, David Scarpa, dijo que Napoleón representa para él “el ejemplo clásico del dictador benévolo”.

Si ese Napoleón existió alguna vez, Louverture nunca lo conoció.

Reconociendo su destreza militar, los franceses promovieron constantemente a Louverture hasta que se convirtió en el segundo general negro de un ejército francés.

En junio de 1802, el ejército de Napoleón arrestó a Louverture y lo deportó a Francia. Mientras Louverture se consumía en una prisión francesa, Bonaparte se negó a someterlo a juicio. Durante su encarcelamiento, los guardias de la cárcel le negaron a Louverture comida, agua, calefacción y atención médica. Posteriormente, Louverture murió de hambre y congelado.

Sin Louverture, el ejército de Napoleón operó con más sed de sangre que nunca. Además de las armas convencionales, sus tropas lucharon contra los revolucionarios con cámaras de gas flotantes, ahogamientos masivos y ataques de perros, todo en nombre de la restauración de la esclavitud.

Los luchadores negros por la libertad, que entonces se hicieron llamar «ejército indígena», liderados por el fundador de Haití, el general Jean-Jacques Dessalines, derrotaron definitivamente a las fuerzas francesas en la histórica batalla de Vertières el 18 de noviembre de 1803. El 1 de enero de 1804 declararon oficialmente la independencia. de Francia y cambiaron el nombre de la isla por Haití.

 

«Un movimiento fatal»

Si los realizadores hubieran incluido el fallido intento de Napoleón de restaurar la esclavitud en Saint-Domingue, habrían podido vincular la película con uno de sus los únicos arcos coherentes del film: el amor eterno de Napoleón por Joséphine de Beauharnais, su primera esposa.

En una escena memorable de la película, Joséphine le dice a Bonaparte que él no es nada sin ella, y él lo acepta.

Sin embargo, las memorias póstumas de Joséphine sugieren que Bonaparte hizo caso omiso del consejo más profético de su esposa: Joséphine instó a su marido a no enviar una expedición a Saint-Domingue, profetizando que esto sería una “medida fatal” que “le quitaría para siempre esta hermosa colonia a Francia”. Como alternativa, aconsejó a Bonaparte que “mantuviera a Toussaint Louverture allí. Ése es el hombre necesario para gobernar a los negros”.

Posteriormente ella le preguntó: “¿Qué quejas podría tener contra este líder de los negros? Siempre ha mantenido correspondencia con usted; ha hecho aún más, les ha entregado, en cierto sentido, a sus hijos como rehenes”.

Sólo al final de su vida, durante su segundo exilio en la remota isla de Santa Elena, Napoleón expresó remordimiento por todo esto.

Los hijos de Louverture habían asistido al histórico Collège de la Marche de París, junto con los hijos de otros destacados funcionarios negros de Saint-Domingue. Aunque Bonaparte acabó enviando a los hijos de Louverture de regreso a la colonia con Leclerc, otro general negro de Saint-Domingue que luchó para oponerse al restablecimiento de la esclavitud, no tuvo tanta suerte.

Justo antes de que las tropas de Bonaparte comenzaran su guerra genocida en nombre de la restauración de la esclavitud, el futuro rey de Haití, el general Henry Christophe, envió a su hijo, François Ferdinand, al Collège de la Marche.

Después de que los revolucionarios haitianos derrotaron a Francia y declararon la isla independiente en 1804, Bonaparte ordenó el cierre de la escuela. Muchos de sus estudiantes negros, como el joven Ferdinand, fueron luego arrojados a orfanatos. El niño abandonado murió en julio de 1805, a la edad de 11 años.

Sólo al final de su vida, durante su segundo exilio en la remota isla de Santa Elena, Napoleón expresó remordimiento por todo esto.

“Sólo puedo reprocharme el atentado contra esa colonia”, afirmó el difunto emperador. «Debería haberme contentado con gobernarlo a través de Toussaint».

 

Una oportunidad perdida

De haber incluido parte de este rico material, Ridley Scott podría haber hecho una película verdaderamente original con relevancia histórica y contemporánea.

Después de todo, la historia de Napoleón de intentar detener la Revolución Haitiana –la revolución por la libertad más importante que el mundo moderno haya visto jamás– nunca ha sido representada en una pantalla de Hollywood.

En cambio, escondiéndose detrás de una hermosa cinematografía, un magnífico vestuario y la magistral interpretación de Joséphine por parte de Vanessa Kirby, Scott finalmente produjo una película poco imaginativa sobre los ya trillados éxitos y fracasos militares del hombre representado como quien literalmente se coronó a sí mismo como emperador de Francia.

Si Napoleón no glorifica exactamente su tema principal, sus creadores ciertamente parecían simpatizar con el hombre cuyas guerras fueron responsables de más de 3.000.000 de muertes, como dice el título final de la película.

La película no dice si esa cifra incluye a las decenas de miles de negros asesinados por el ejército de Napoleón en Saint-Domingue.

Publicado en: El cohete a la luna www.elcohetealaluna.com

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¿Bolívar, santo?

La celebración de la XX Cumbre Ordinaria de Jefes de Estado y de Gobierno de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América – Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), que se desarrolló en La Habana-Cuba, a 191 años de la partida física del Libertador, demuestra con hechos que Bolívar aún configura un símbolo que expresa el acumulado social, histórico y subjetivo para las naciones que pugnan por su liberación.

Los acuerdos alcanzados en esta cumbre son la mejor muestra de la vigencia de la praxis bolivariana, resalta el tercer punto de la declaración final: “Ratificamos nuestro compromiso con la integración genuinamente latinoamericana y caribeña, que nos permita enfrentar unidos las pretensiones de dominación y hegemonía imperialista y las amenazas crecientes a la paz y la estabilidad regionales” (1).

Latinoamérica como territorio en disputa con los poderes hegemónicos mundiales, dirime múltiples batallas simultáneas, donde el plano simbólico tiene un lugar preponderante por librarse en la conciencia de los pueblos. Bolívar personifica al héroe cultural, que encarna las máximas cualidades a las que cualquier miembro de la comunidad puede aspirar. La trascendencia de su pensamiento y acción ha logrado proyectar su figura como idea-movilizadora, que se constituye en el epicentro de las contradicciones Norte-Sur.

Esta batalla en el plano simbólico tiene años pugnando entre los discursos historiográficos de las élites y los imaginarios colectivos. Por ejemplo, Yolanda Salas señala en sus tesis que el imaginario popular ha construido una figura histórica de Bolívar, donde el culto al héroe adquiere un espíritu mesiánico: “Un Bolívar santo, mitificado, reivindicador de las clases que se sienten fuera de las esferas del poder, emergió de las verbalizaciones colectivas populares, así como el espíritu mesiánico del culto. Bolívar héroe cultural, fundador y civilizador de naciones, convertido en Padre de la Patria, encarna dentro de esa tendencia al profeta que se retiró del reino de este mundo y dejó tras de sí un mensaje que el sentir popular ha transformado en esperanza. De esta forma, Bolívar confirma su asistencia espiritual desde el más allá y queda abierta la posibilidad de un retorno” (2).

Estas formas de interpretar la construcción en el imaginario popular venezolano de la figura de Bolívar intenta deslegitimar la construcción colectiva del héroe-mito y tratarla como una disociación de la realidad. Sin embargo, el imaginario popular, eleva a Bolívar, sin prejuicio alguno al rango de Santo, al que incluso en los momentos más difíciles, se le prende una vela. No debemos, mirar de reojo esta fusión de lo espiritual con lo histórico, pues para nuestros antepasados indígenas, todo estaba fundido en la espiritualidad.

La visión occidentalizada y colonial que persiste en nuestros prejuicio no nos permite entender desde el conocimiento académico, y sus pretensiones de objetividad, que la intuición es una forma de producir conocimiento, con la misma validez que las construcciones teóricas basadas en los principios del limitado método científico. Reivindicar la construcción popular de la figura de Bolívar y la posibilidad que nos dan los imaginarios colectivos de convivir en el presente-pasado, nos fortalece desde nuestra espiritualidad, elevando la moral de una nación que ha podido resistir a las más feroces embestidas del imperio más cruel conocido por la historia.

Aquello que los académicos llaman liderazgos mesiánicos, podemos interpretarlo como la conjunción de intereses que construyen fuertes liderazgos populares. Lo que interpretan como una espera absurda e inexplicable de un mesías que vendrá a salvarnos, el pueblo lo vivencia como la construcción de las condiciones objetivas y subjetivas para que se desencadene el espiral de acontecimientos transformadores, que producen líderes y lideresas que se hacen indestructibles frente a la muerte, y que dotan a las naciones, no solo de razones históricas que le dan sentido colectivo, sino también de una fuerza espiritual incomprensible para sus enemigos, que les permiten mantener la esperanza más allá de lo meramente racional.

Fuentes Consultadas:

 

Por: Anabel Díaz Aché

Fuente: Ciudad CCS. 

El general Morazán marcha a batallar desde la muerte. De Julio Escoto

Este año en el cual se conmemoran 229 años del natalicio del General Morazán es propicio que todos; tanto hombres como mujeres, sin distinción del suelo donde nacimos acudamos a nuestras historias comunes, para hacernos de sus efluvios liberadores. 
El general Morazán marcha a batallar desde la muerte, del escritor Julio Escoto es un libro fundamental para adentrarnos en la historia de ese gran hombre centroamericano, cuyo legado merece ser estudiado y homenajeado. 

Evocando a Artigas. Por Gonzalo Abella

A propósito de celebrarse un aniversario mas del nacimiento de uno de los hombres mas grandes de la historia de esta nuestra Patria grande; Gervasio Artigas, publicamos un capitulo del fascinante libro escrito por el maestro e historiador Gonzalo Abella; Artigas, el resplandor desconocido. En este libro el maestro de forma muy pedagógica nos adentra en la vida y obra del «Protector de los pueblos libres». 

Artigas fue visto por sus contemporáneos desde muy diversos ángulos. Todos tomaron partido, de una manera u otra, en relación a su propuesta. Nadie quedó indiferente. Odios y amores lo acompañaron siempre. Es muy importante la visión de sus contemporáneos porque después TANTO LOS DETRACTORES COMO ALGUNOS DE SUS SUPUESTOS DEFENSORES FALSIFICARON SU IMAGEN, SU PENSAMIENTO Y SU ACCION.

En realidad, los fundadores del Estado Oriental, los inventores de la Constitución de 1830, servidores de la política imperial británica y su engendro de mini-estado tapón, quisieron borrar a Artigas de la Historia.

Fue un mal comienzo para un país recién nacido. Claro que a pesar de eso y de los crímenes de Estado que aquí se cometieron (genocidio charrúa, complicidad en la agresión al Paraguay, dictaduras varias, discriminaciones y racismos diversos) nuestro pueblo escribió páginas muy hermosas y modeló poco a poco una identidad propia. Esta identidad se cimenta en valiosas tradiciones que son muy nuestras y se asocian a un modo de ser y de sentir, a una cultura peculiar y a una actitud libertaria. Pero el surgimiento del Estado Oriental fue una maniobra antiartiguista.

Todavía circula en el Uruguay un billete de cinco pesos que demuestra que en los festejos de la Jura de la Constitución de 1830 no hay una sola bandera artiguista, ni un solo criollo en ropas rurales, ni un indígena, ni un afroamericano. En el cuadro al óleo, que el billete reproduce, ondea la bandera del Imperio Británico y la del Imperio de Brasil, junto a la argentina y la del nuevo Estado. El 18 de Julio de 1830 los poderosos terratenientes y los embajadores imperiales tenían mucho que festejar. Se alegraban porque la nueva Constitución negaba los derechos democráticos de las mayorías, se alegraban porque Artigas estaba bien lejos y ya no volvería vivo, y porque los charrúas, memoria fiel de su proyecto multicultural, iban a ser exterminados. Pero Artigas quedó tan hondamente grabado en el corazón de la gente que no se pudo borrar, ni se pudo mantener la llamada «leyenda negra» en su contra.

Los gobernantes uruguayos entonces, después de su muerte, comenzaron poco a poco a exaltarlo de palabra y ponerlo sobre un pedestal, pero falsificaron su pensamiento y su acción. Sepultaron algunas de sus expresiones más claras, ocultaron el sentido esencial de su programa y rodearon de un misterio impenetrable sus últimos treinta fecundos años en suelo paraguayo.

Los militares, desde Latorre y Santos, fueron los primeros en advertir que la imagen de Artigas era utilizable como Primer Soldado de un país joven que necesitaba tradiciones. A pesar de esto hubo un sector del Partido Colorado, que se resistió por mucho tiempo a esta reivindicación porque todavía estaba muy vivo el recuerdo del enfrentamiento entre Artigas y el fundador de ese sector, Fructuoso Rivera. Este sector, como desgraciadamente hace la mayoría de las instituciones humanas, creyó menos en la fuerza de sus ideales, en el ejemplo de sus hombres y mujeres ilustres, que en el viejo método de falsificar los hechos históricos que lo comprometían.

Todo estaba muy fresco aún en 1870. Por ejemplo, se recordaba perfectamente que el abandono por parte de Rivera de las posiciones independentistas, sus acuerdos secretos con Pueyrredón en 1817 y su posterior enfrentamiento a los patriotas habían culminado con la decisión expresa del propio Rivera, este contradictorio personaje, de asesinar a Artigas. Esta decisión fue tomada y documentada por escrito en 1820 cuando ya era pública la adhesión de Rivera a la invasión portuguesa. A este tema volveré después.

Reivindicar a Artigas, así pensaban algunos caudillos riveristas en tiempos de Latorre, hubiera sido levantar un índice acusador contra su líder. Debía dejarse correr el tiempo, suprimirse documentos, adulterar hechos (como pueden hacerlo los vencedores cuando escriben la historia de los derrotados). Mucho después, si el afecto por Artigas sobrevivía en la gente sencilla, podría empezar a fabricarse un culto oficial a su memoria.

Debe tenerse en cuenta que el Partido Colorado fue la agrupación política con mayor «oficio» de gobierno en el país y la que ocupó los puestos claves de decisión durante la mayor parte de los siglos XIX y XX. Estuvo en el poder cada vez que se dio un viraje crucial, para bien o para mal; y en sus pocos momentos de opositor también se las arregló para incidir en los temas más trascendentales. Es el supremo hacedor de la Historia Oficial. Esto explica en parte el silencio oficial sobre las dimensiones más trascendentes del artiguismo.

Al Estado Uruguayo le falta aún hacer lo que el Papa Juan Pablo II hizo para la Iglesia: reconocer los errores institucionales de tiempos pasados, aún los más trágicos. Lástima que aquí no se haga todavía esa revisión, porque todas las agrupaciones políticas relevantes tuvieron y tienen en sus filas ciudadanos ilustres y personas capaces de jugarse por las libertades.

Tengo en mi poder el «Album Biográfico Ilustrado y Descripción Histórico Geográfica de la República O. del Uruguay» que el Gobierno de Batlle y Ordóñez publicó a todo lujo en 1904. Una foto inmensa del «Excmo. Sr. D. José Batlle y Ordóñez» es la carátula interior de la obra, y la exaltación de su personalidad motiva el primer artículo. Pues bien, en la parte histórica Artigas no existe. Leemos: «El 28 de febrero de 1811 un centenar de gauchos levantados en armas proclamaron la Independencia de la Provincia Oriental» (…) «Portugal invadió con un ejército de 12000 hombres. A pesar de los heroicos esfuerzos de Rivera que resistió durante cuatro años, la Banda Oriental quedó sojuzgada…» (1)

Es así. Sólo a partir de los años 20 del siglo XX el Partido Colorado en su conjunto, el partido al cual perteneciera Rivera, el partido casi único de gobierno, pensó que ya Artigas no era peligroso y que podía funcionar como héroe general lejano y legendario. Habían transcurrido setenta años desde su muerte y era un país sacudido por nuevos enfrentamientos entre los partidos «blanco» y «colorado» que necesitaba símbolos y próceres extrapartidistas. Aclaremos que, a título personal, ilustres ciudadanos «colorados» ya reivindicaban a Artigas con anterioridad.

Desde la muerte de Artigas en 1850 cuatro imágenes diferentes se han enfrentado para registrar su paso por la vida.

La primera imagen fue la llamada «Leyenda Negra». No fue inventada por sus enemigos frontales, los colonialistas españoles o portugueses. Fue creada por los liberales porteños y montevideanos para calumniarlo, llamándolo desde «anarquista» y «traidor» a «hombre sin más ley que su voluntad».

Hoy quedan pocos defensores de este punto de vista. El anciano Profesor Vázquez Franco quizás sea uno de los patéticos antiartiguistas que todavía disfrutan de ir contra el sentimiento popular con un raro exhibicionismo elitista. Mucho más respetable es el sentimiento de desconfianza de algunos jóvenes de hoy, a quienes Artigas se les hace sospechoso precisamente porque los desprestigiados gobernantes de turno le rinden homenaje. Pero ya nadie puede leer sin una sonrisa lo que escribió sobre Artigas su acérrimo enemigo Marcelo T. de Alvear, porteño monárquico, también adversario jurado de San Martín, cuando llegó a la vejez: «Artigas fue el primero que entre nosotros conoció el partido que se podía sacar de la brutal imbecilidad de las clases bajas haciéndolas servir en apoyo de su poder para esclavizar a las clases superiores» (2)

Ya no tienen el impacto buscado esas expresiones groseras que ahora golpean más al que las escribió que al acusado. En cambio, sutiles variantes de la «Leyenda Negra», mucho más adecuadas al mundo de hoy, aparecen en el libro de la Profesora Marta Canesa («Rivera, un Oriental Liso y Llano», Ed. Banda Oriental, varias reediciones, Montevideo) y en libros de otros autores también colorados. Allí, para justificar las volteretas políticas de Rivera, se presenta a éste como político flexible, pragmático y sensato. Se proyecta así hacia Artigas indirectamente, por oposición, la imagen de empecinado y terco en sus decisiones originarias.

Debe recordarse, en honor de esta línea partidista de pensamiento, que también es colorado Maggi y otros pensadores que han reivindicado el artiguismo y lo han intentado comprender en su esencia desde siempre.

Otras veces se ataca directamente a la cultura charrúa, desvalorizándola, para desvirtuar así la alta valoración de Artigas por los pueblos originarios, ocultando las enseñanzas que éstos le aportaron a aquél. Atacar a los charrúas (decir que eran «pocos», «indolentes», «incorregibles») es atacar sutilmente a su mejor amigo y discípulo, José Artigas.

A veces por la vía anticharrúa se llega al delirio. El profesor Padrón Favre afirma que Rivera asesina a los charrúas a pedido de los guaraníes, y ve en este genocidio la «solución a un conflicto interétnico» secular… ¡entre un pueblo de pradera y una inmensa cultura habitante de las selvas húmedas! (algo así como decir que la ruina de los zulúes se debió a que los aborígenes australianos les prohibieron cazar koalas). Se confunde así a la macroetnia Tupí Guaraní con los grupos guaraní cristianos, y se identifican a estos últimos (esto es lo más grave) con los mercenarios de sangre guaraní al servicio de los exterminadores de pueblos originarios. También sobre ese tema deberé volver en un anexo que titulé «Nuevas formas de racismo».

Frente a la «Leyenda Negra» apareció la segunda imagen: un Artigas de bronce, guerrero joven y fornido en un caballo monumental, con aspecto de gladiador italiano. Un Artigas sin contradicciones y sin vida privada, que un día decía una frase célebre y al día siguiente le tocaba una batalla, y que entre firmar documentos y derrotar enemigos había una gran vacío sin otras sensibilidades ni vivencias. Sus frases democráticas (de las cuales se mutilaban sus reflexiones sociales y las claras referencias sobre el respeto a las culturas diferentes) transformaron a Artigas en un recitador del credo liberal y democrático-republicano. Para levantar esta imagen no necesitaron adulterar las palabras, porque en verdad Artigas era partidario de las formas democráticas de gobierno del Estado y en esto coincidía con los liberales. Simplemente recortaron las frases y omitieron hechos.

Una tercera imagen aparece entre los «blancos» más nacionalistas y luego se modifica (para reafirmarse en lo esencial) en la óptica marxista de los años sesenta. Estos enfoques cuestionan la imagen de «liberal republicano moderado y prudente» de Artigas y demuestran documentadamente su radicalismo social.

Surge así una imagen más aproximada a la realidad: un Artigas partidario de la integración americana, federal, enemigo del unitarismo porteño y del centralismo montevideano, y en un compromiso de vida, inclaudicable, con los más oprimidos y marginados.

Ambas corrientes redescubrieron al «Artigas de los de abajo». Ambas corrientes tuvieron precursores de la talla de Acevedo Díaz (en su primera época) y de Jesualdo Sosa.

Algunos «blancos» quizás intuyeron mejor el carácter de este radicalismo, pero los marxistas escribieron muchos más libros. Esta diferencia de volumen entre la producción literaria de unos y otros se debió en parte a que los «blancos» nacionalistas se sintieron ahogados por las dramáticas contradicciones internas de su Partido (¿cuándo no?) donde también escribían historiadores eruditos de enfoque conservador que se definían como «blancos». En cambio los marxistas de los sesenta se sentían dueños del futuro.

Muchísimas frases de Artigas reforzaban esta imagen radical que ambas corrientes descubrieron y su trayectoria más conocida, entre 1811 y 1820, la refrendaba en cada ación.

Los «blancos revisionistas» rescataron el énfasis artiguista en el mundo rural, la defensa del gaucho, el celoso cuidado por las soberanías particulares, la lucha por la descentralización, la opción por formas de desarrollo que no postergaran siempre al habitante del campo; pero no podían citar la política agraria radical de Artigas en su verdadera dimensión y mucho menos impulsar las libertades civiles y religiosas hasta los niveles libertarios que sólo Artigas propusiera.

Tampoco comprendieron la dimensión multicultural de la propuesta, pero eso fue un pecado general que tampoco ningún «materialista histórico» advirtió.

Para muchos marxistas (cuarenta años atrás) Artigas fue un jacobino, un socialista utópico, un precursor de Marx, un profeta de la revolución social del siglo XX.

Estos autores en general sostenían que el Artiguismo fue expresión de los anhelos de los más desposeídos en un marco de relaciones precapitalistas en el campo uruguayo, y que con el alambrado de los campos su propuesta perdió vigencia, aunque no su ejemplo.

Pero en eso se equivocaron: la propuesta de Artigas ya era considerada una locura en su momento de apogeo por parte del pensamiento «progresista» urbano. Ante los ojos de las Logias liberales, mucho más sensatos aparecían Bolívar y San Martín, que se planteaban metas independentistas acordes con el «progreso» a la manera europea y norteamericana. Artigas en cambio era considerado (desde la hegemónica racionalidad europeizada) un loco, pero demostró que esa locura, sustentada en el apoyo de los pueblos, a veces funcionaba y funciona mejor que la sensatez de los otros.

Por eso yo vislumbro y me quedo con una cuarta imagen: la del Artigas como precursor de procesos participativos multiculturales, la de aquel que supo levantar mejor que nadie en su momento un programa de respeto a la diversidad cultural y a la integración continental desde «la soberanía particular de los pueblos», como él mismo decía.

La federación de Artigas no era tanto de provincias como de culturas, hermanadas primero en el suelo charrúa y después en toda la gran Cuenca Platense, territorio donde se había aprendido a convivir en el respeto a todos los diferentes que respetaban.  La Liga Federal era algo así como decir, desde el alma de cada cultura y de cada comunidad, la frase que él mismo puso en su escudo: «con libertad ni ofendo ni temo».

Esto incorporaba (o coincidía en parte con) las ideas esenciales del ideario progresista francés y norteamericano, y el pensamiento científico que siempre le interesó. También recogía las antiguas tendencias autonomistas de las ciudades medievales españolas y la defensa aldeana «del común».

Pero al afirmar como él lo hiciera: «los indios tienen el principal derecho» reconoce algo que no entraba en el pensamiento europeo de la época: los derechos de la Naturaleza, y de los pueblos que viven en ella, a ser respetados. La relación con la Naturaleza desde una cosmovisión indígena, afro y gaucha es radicalmente diferente, es totalmente opuesta a la relación de manejo y propiedad que impone sobre ella el colonialismo.

Artigas propone la coexistencia de cosmovisiones basada en el irrestricto respeto de cada una de ellas. Para ello resuelve dejar grandes zonas de Naturaleza sin repartir (ni siquiera su Reglamento Provisorio tocó esos lugares) para que los pueblos originarios, los afroamericanos y los gauchos pudieran vivir libremente en su hábitat.

En realidad, el Reglamento Provisorio es solamente la parte escrita de su programa. Da respuestas exclusivamente para la racionalidad propietarista, que es la única que Artigas busca corregir, democratizándola y subordinando el derecho de propiedad al interés común. El Reglamento es sólo una pieza de una política agraria más amplia, la cual en relación a los hábitats tradicionales sólo delimita zonas para que los propios pueblos hagan allí su ley. Este es uno de los aspectos de la «soberanía particular de los pueblos» y de la relación de Artigas con las culturas orales, que valoraban más la palabra que el documento.

 Y este respeto a la diversidad cultural es un aspecto muy importante que no advirtieron los estudiosos marxistas que investigaron sobre Artigas en los años 60. Para ellos el Reglamento Provisorio de 1815 fue un impulso al desarrollo de las fuerzas productivas generando relaciones de producción más democráticas; pero no lo percibieron tal cual era, inscripto en una estrategia mucho más general, de diálogo multicultural, de desarrollo basado en estrategias locales diferenciadas.

Estos autores no comprendieron la multiplicidad de propuestas, provenientes de las diversas culturas aliadas en la Liga Federal, que eran fuente esencial de la plataforma artiguista y base social del movimiento. Por consiguiente empobrecen sin quererlo el alcance del pensamiento de Artigas. En el fondo, señalándolo como precursor de su propia doctrina, reducen su vigencia a una coyuntura concreta de nuestra historia. Ignoran la dimensión que hoy llamaríamos «ecológico-socio-cultural» de su propuesta.

Para el marco teórico marxista de esos años el desarrollo de nuestras sociedades en el siglo XIX tenía un solo curso posible: el capitalista, que era requisito previo, premisa, de toda revolución auténticamente socialista. Artigas sólo era el camino para llegar al desarrollo capitalista por la vía menos dolorosa, la más democrática. Porque el capitalismo era por entonces, creían, un mal necesario: el único escalón intermedio posible hacia la justicia social definitiva. Después el marxismo y la clase obrera (hija rebelde del capitalismo) harían el resto. Aunque a muchos de nosotros nos costó entenderlo, la propuesta de Artigas era más profunda: era la flexible búsqueda de todos los caminos posibles hacia un progreso solidario y sustentable, recogiendo lo mejor de cada aporte cultural. Era éste un camino no predeterminado en sus detalles, sino basado en las decisiones descentralizadas y libres que cada comunidad de la Confederación fuera encontrando. El camino, el programa, se construía y se reconstruía entre todos, pero siempre partiendo de determinados axiomas irrenunciables vinculados a los derechos de todas las culturas y la igualdad entre ellas.

Este principio no es el simple derecho de cada individuo a ser igual ante la Ley, que proclamaba el pensamiento democrático europeo de la época, aunque lo abarcaba; es una elaboración conceptual de un alcance estratégico mucho mayor.

Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas poner a trabajar la ciencia europea, la tecnología gaucho-charrúa, la jesuita-guaraní, el aporte espiritual-cultural afro, todo ello dentro de la sabia cosmovisión de la pradera multicultural.

Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas con la siembra de las «Escuelas de la Patria», escuelas nada laicas por cierto, que tomaban partido abierto por la causa federal americana y por la defensa de la diversidad cultural, apoyadas en Bibliotecas Públicas, trabajando para que los pueblos americanos fueran «tan ilustrados como valientes». Uno de los más hermosos poemas de Ansina es, precisamente, el Himno de la Escuela de la Patria de Purificación.

Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas con desarrollar el arte. Por eso, en medio de la pobreza de sus tropas, pide al Cabildo de Montevideo «cuerdas para los músicos de bordonas».

Este Artigas multicultural (o gaucho, que es lo mismo) que desafía todos los esquemas y los marcos teóricos académicos, es no obstante ello la imagen que perduró más vivamente en nuestro pueblo, y especialmente en las zonas rurales.

Alto Perú y el inició de la guerra civil que culminará con la independencia

Por: Olmedo Beluche.

El 25 de mayo de 1809, en la ciudad de Chuquisaca (La Plata), ubicada en lo que hoy es el Estado Plurinacional de Bolivia, se produjo una sublevación para deponer a las autoridades tradicionales e imponer una Junta Gubernativa compuesta por criollos. Este acto marcó el inicio de las guerras de independencia en Sudamérica que se prolongarían hasta el año 1825, en Alto Perú.

La interpretación simplista habitual reduce el acontecimiento al primer grito independentista de Hispanoamérica del sistema colonial español. Sin embargo, analizados los hechos se aprecia su complejidad, pues originalmente no era ese el objeto del conflicto político, sino la interpretación de que las autoridades coloniales locales conspiraban junto con las del virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires, para entregar el territorio del Alto Perú a la infanta Carlota Joaquina de Borbón, esposa del rey portugués, cuyo gobierno se había trasladado a Brasil.

El levantamiento fue duramente reprimido a dos manos, entre las autoridades coloniales limeñas y bonaerenses. Pero la llama ya estaba encendida. Chuquisaca precedió en un año a la llamada Revolución de Mayo en Buenos Aires.

En los años posteriores todo el territorio del Alto Perú se convertiría en el escenario de la guerra entre los monárquicos absolutistas del Virreinato del Perú contra los autonomistas (luego independentistas) porteños del Virreinato del Río de La Plata.

La importancia de la ciudad de Chuquisaca venía de antes, pues era el centro académico y cultural en que se formaron quienes serían los actores centrales del proceso independentista.

Chuquisaca, la fragua de la ilustración hispanoamericana

La capital de la audiencia de Charcas, la ciudad de Chuquisaca o La Plata, hoy llamada Sucre, fue un centro cultural e intelectual de primer orden durante los siglos XVII, XVIII y principios del XIX, gracias a la Universidad Mayor y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca. Una de las más antiguas del continente americano junto con la Universidad Mayor de San Marcos de Lima.

Dirigida por la orden de los jesuitas desde 1624, cuando se fundó, aunque incluía en su formación teología y filosofía, destacaron sus cursos de derecho, en que se formaron los llamados «doctores de Charcas», abogados forjados en sus aulas que tuvieron un papel protagónico en el proceso de independencia de Sudamérica. Figuras como Pedro Domingo Murillo, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo estudiaron en sus claustros.

La Universidad de Chuquisaca fue el centro académico por excelencia, pero también ocupó un lugar relevante la llamada Academia Carolina, la cual surgió luego de la expulsión de los jesuitas que regentaban la universidad (1767). La Academia Carolina ubicada en la misma ciudad, fue fundada en 1776, y se especializó en la formación de abogados.

En la Academia Carolina también se formaron figuras relevantes de la independencia como Mariano Moreno, Jaime Zudáñez, «así como también el 35% de los miembros de la junta insurreccional de La Paz en 1809, tres miembros de la junta de Buenos Aires en 1810 y 15 de los 31 diputados que, en 1816, proclamaron la independencia argentina» (Thibaut, 1997).

De esta pléyade de letrados formados en la capital de la audiencia de Charcas surgiría en el momento crítico la llamada doctrina de la «retroversión de la soberanía», que consistía en sostener que, ante la ausencia del rey (Fernando VII), ninguna autoridad podía reemplazarle aduciendo que automáticamente la legitimidad del poder le correspondía por su jerarquía, sino que la soberanía volvía al pueblo que es quien debía elegir o designar un nuevo gobierno o gobernante. Era esta decisión popular la que otorgaba verdadera legitimidad pues emanaba del pueblo a la manera como la describe J. J. Rousseau en el Contrato Social.

Soberanía popular o de la nación que no implicaba elecciones generales, ni asambleas populares, ni ningún tipo de participación de las masas explotadas. Esa soberanía popular estaba representada por los patricios de las ciudades, propietarios, hacendados y comerciantes, o abogados y militares.

Este argumento jurídico empleado por J. J. Castelli y J. J. Paso, la «retroversión de la soberanía», sirvió en Buenos Aires para desconocer la autoridad del virrey Cisneros en 1810. También se apeló a este principio, en Chuquisaca y La Paz (1809) para desconocer a las autoridades virreinales cuando se supo de los acontecimientos en España, la desaparición de la monarquía y se temió la idea de imponer a la infanta Carlota Joaquina de Borbón, hermana del rey Fernando VII de España, esposa y princesa consorte del príncipe regente Juan de Portugal como reina regente del virreinato del Río de La Plata.

Tomás Pérez Vejo señala que, ante la ausencia del rey, por las Abdicaciones de Bayona, el debate a ambos lados del océano consistió en responder la pregunta «quién tenía el derecho a ejercer el poder en ausencia del rey» (Pérez Vejo, 2019, pág. 100). La respuesta fue disímil: para algunos era la «nación» española representada por las Cortes; para otros, especialmente en América, eran los cabildos, municipios o ciudades los que debían ejercer esa soberanía para dotarse de un gobierno legítimo constituido como «Juntas».

Todas las Juntas que se crearon en Hispanoamérica a lo largo de 1810, lo hicieron apelando a este principio, reforzado con el juramento de lealtad a Fernando VII, como quien dice, nos autoorganizamos hasta que retorne el rey y la «normalidad». El rechazo a esta actuación por parte de los sectores absolutistas es lo que va a iniciar las guerras civiles entre 1810 y 1811. No lo es la declaratoria de independencia todavía.

Hay que tener presente que, cuando estos sectores ilustrados del movimiento, reformista al principio, revolucionario después, hablaban de soberanía popular no pretendían la convocatoria a asamblea de ciudadanos al estilo ateniense.

Si bien en momentos claves se convocó al pueblo de las ciudades, sus «clases bajas», generalmente a las plazas frente a los cabildos que debían decidir, nunca se pretendió que el poder emigrara del control de los «patricios» de la ciudad, ni una «democracia» en el sentido actual del concepto.

Chuquisaca 1809, ¿Primer grito de independencia o no?

La historia oficial suele presentar los acontecimientos del 25 de mayo de 1809 en la ciudad de Chuquisaca como el primer acto de la independencia hispanoamericana. Quienes así piensan cometen anacronismo, un error que no les permite interpretar cabalmente aquellos acontecimientos porque sus ojos están obnubilados por un enfoque maniqueo de la independencia.

La explicación simple y de fondo de los hechos del 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca tienen que ver con la confrontación entre dos partidos políticos que se habían formado de hecho: los juntistas y los carlotistas, en el sentido explicado anteriormente.

A una ciudad en la que ya afloraban por diversas razones contradicciones políticas y sociales, por un lado, entre el presidente de la Audiencia Ramón García de León Pizarro y el Cabildo, compuesto por comerciantes y propietarios españoles en su mayoría, junto a algunos criollos; por otro, entre el arzobispo Benito Moxó y el clero local, llegó José Manuel Goyeneche aristócrata arequipeño arribista y oportunista como ninguno.

Goyeneche había sido militar criollo en España. Luego de la invasión francesa coqueteó con Murat para lo enviara a América a promover entre los criollos la adhesión a los ocupantes; luego, antes de embarcar, conoció de la formación de la Junta de Sevilla, a la que acudió y también prometió representar de este lado del Atlántico; finalmente, antes de llegar a Buenos Aires hizo escala en Río de Janeiro, donde deliberó con Carlota de Borbón y también prometió representar sus intereses en la región, incluyendo Lima, hacia donde se dirigía.

Goyeneche llegaría hasta Lima, olvidando los encargos de Murat y Carlota, donde convenció al virrey Abascal de nombrarle gobernador en Cusco, y luego jefe de las operaciones militares en Alto Perú contra los sectores juntistas e independentistas.

A su paso por Buenos Aires ganó las simpatías del virrey Liniers, aunque no está claro en favor de cuál de todas las causas que defendía. Pero al llegar a Chuquisaca cometió el error de promover la causa «carlotista» en una región que llevaba décadas temiendo y combatiendo a los «bandeirantes» brasileños que intentaban sumar su territorio a ese reino. De manera que, aunque Goyeneche fue protegido del gobernador García de León Pizarro, las cartas de Carlota que portaba fueron rechazadas por toda la sociedad chuquisaqueña.

García de León Pizarro sometió el mensaje de Carlota al Claustro de la Universidad Chuquisaca, encabezados por Manuel de Zudáñez, cuya respuesta fue formal y dura, considerándola una traición al rey Fernando VII. Téngase presente que la historia ha colocado a el Claustro, la Universidad de Chuquisaca, la Academia Carolina y a los «doctores de Charcas» como la vanguardia ilustrada de los siglos XVIII y XIX. La que sigue es parte de su opinión formal en ese momento, principios de 1809:

«Que la inicua retención de la sagrada persona de nuestro Augusto Fernando Séptimo en Francia, no impide el que sus vasallos de ambos hemisferios, reconozcan inflexiblemente a su soberana autoridad, adoren su persona, cumplan con la observancia de las leyes, obedezcan a las autoridades, tribunales y jefes respectivos que los gobiernan en paz y quietud, y sobre todo a la junta Central establecida últimamente que manda a nombre de Fernando Séptimo, sin que la América necesite que una potencia extranjera quiera tomar las riendas del Gobierno como la Señora Princesa Doña Carlota Joaquina, a pretexto de considerarse «suficientemente autorizada y obligada a ejercer las veces de su Augusto Padre Don Carlos Cuarto (que ya dejó de ser Rey) y Real Familia de España existentes en Europa», expresiones de su manifiesto» (Revolución de Chuquisaca, octubre 2019).

Queda claro que los doctores de Charcas, pese a sus lecturas ilustradas, a ese momento de 1809 ni pretendían la independencia, ni romper con la monarquía presidida por Fernando VII. La contradicción política que produjo este pronunciamiento fue de dos tipos: una, con el arzobispo Moxó que hizo una oposición leve aduciendo que Carlota sí tendría derecho al trono porque había sido derogada la Ley Sálica que impedía a mujeres coronarse; dos, con el virrey Liniers, que mandó a destruir el documento.

Justamente este último hecho precipitó los acontecimientos cuando Zudáñez, el 20 de mayo de 1809, se enteró que el presidente de la Audiencia García de León Pizarro había destruido las actas que contenían las opiniones del Claustro sobre las pretensiones de Carlota. Es de suponerse que se temió la inminencia de la entrega a Carolina, y por su intermedio a Brasil, de la audiencia de Charcas y de todo el virreinato por parte de las autoridades. Surgieron rumores de que los oidores y el Cabildo pretendían la destitución de García de León Pizarro y, por el contrario, que este planeaba el arresto de todo el Cabildo.

El 24 de mayo se reunieron los oidores para destituirle y en la tarde del 25 éste ordenó la detención de ellos, logrando solo arrestar a Zudáñez porque los demás se escondieron.

Al saberse la detención de Zudáñez mucha gente de todos los sectores sociales de la ciudad, especialmente estudiantes y profesores de la universidad, se lanzaron a la calle gritando la consigna que sería común en todos los movimientos de este período hasta 1811: «¡Abajo el mal gobierno, viva el rey Fernando VII!»

La multitud airada liberó a Zudáñez y atacó los edificios públicos y logró someter a los militares que defendían al presidente. Formalizando los oidores, la noche del 25 de mayo, la destitución del presidente de la Audiencia, acusado de «traición a la patria».

«Traición a la patria». ¿Cuál patria?

¿Cuál patria? El historiador boliviano Rolando Costa Arduz ha reunido testimonios de tres testigos de la época que aseguran que la motivación del pueblo de Chuquisaca el 25 de mayo de 1809 no era la independencia de España. Rolando Costa empieza por establecer que la mayoría absoluta de los oidores que confrontaron al presidente García de León Pizarro eran de nacimiento españoles por ende no tendría lógica plantear la independencia (Costa Arduz, 2017).

Rolando Costa cita al doctor Manuel María (Del Barco) Urcullu, primer presidente de la Corte Superior de Justicia de Bolivia, quien afirma: «Que ninguno de estos actos tuvo por objeto la independencia»; cita a Juan Muñoz Cabrera, que dice: «el movimiento de Chuquisaca no tuvo por objeto inmediato la independencia, sino que por el contrario fue inspirado por una sincera adhesión a la causa del rey Fernando»; y finalmente a Manuel Sánchez de Velasco en el mismo sentido.

Rolando Costa establece la relación entre los dirigentes del movimiento de Chuquisaca y el presidente de la Junta de Montevideo, y enemigo de los carlotistas y de Liniers, Francisco Javier Elío suscrita por Álvarez de Arenales, uno de los dirigentes del 25 de mayo, donde dice: «…sin equívoco se expresó el patriotismo y fidelidad al soberano don Fernando Séptimo a quien Dios guíe, habiéndose manifestado fidelidad a nuestro amado soberano y aversión decidida a toda dominación extranjera». «La dominación extranjera» a la que se refiere no era España, sino Portugal a través de Carlota de Borbón.

La segunda carta que presenta como evidencia el historiador Rolando Costa Arduz es del propio Zudáñez, dirigida también a Elío, donde se expresa de la siguiente manera: «La Plata perseguida, calumniada y amenazada con su última ruina por la constancia y entereza de su inviolable adhesión a su caro y carísimo amo Fernando Séptimo» (Costa Arduz, 2017).

Si aún faltara más argumentación que sustente la realidad sobre aquel acontecimiento en el mismo sentido apuntan diversos testimonios recogidos por el historiador Gabriel René-Moreno en su artículo «Informaciones verbales sobre los sucesos de 1809 en Chuquisaca» (René-Moreno, 2009).

Revolución en La Paz y la Junta Tuitiva

Los «juntistas» que dirigieron los hechos en la ciudad de Chuquisaca o La Plata tuvieron la inteligencia de enviar emisarios («heraldos de la libertad», les ha llamado la historia posterior) a todos los confines del Alto Perú, no solo para dar a conocer lo sucedido, sino para promover la destitución de las autoridades, que consideraban traidoras, y reemplazarlas por «Juntas» de ciudadanos.

Los acontecimientos en la ciudad de La Paz del 16 de julio de 1809 constituyen un desarrollo de lo acontecido en mayo en Chuquisaca. Sin embargo, la historia oficial de Bolivia presenta el hecho también como una declaratoria de independencia de España que habría sido promovida por un partido secreto que llaman «independentistas», en el que aparecerían Bernardo de Monteagudo y el propio Manuel Zudáñez, del que ya hemos hablado. Considerando lo dicho por Zudáñez a Elío en la carta que acabamos de citar, aparece aquí una gran contradicción que conviene aclarar.

El argumento central de esta versión es el documento que se ha llamado «Proclama de la ciudad de La Plata a los valerosos habitantes de la ciudad de La Paz», se señala a Mariano Michel como portador de esta proclama, y se obvia lo señalado por el historiador Ramón Muñoz, en el sentido de que: «Dr. Mariano Michel, mandado por la Audiencia de Chuquisaca, con una real provisión para prender a varios que se habían escapado en la noche del 26 de mayo» (Muñoz Cabrera, 1867).

Para completar la versión independentista se cita la proclama supuestamente llevada por Michel:

«Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno de nuestra Patria. Hemos visto con indiferencia por más de tres siglos sometida nuestra primitiva libertad al despotismo y la tiranía de un usurpador injusto que degradándonos de la especie humana, nos ha reputado por salvajes y mirado como esclavos; hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español…


Ya es tiempo, pues, de sacudir yugo de tan funesto a nuestra felicidad, como favorable al orgullo nacional del español; ya es tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses de nuestra Patria, altamente deprimida por la política de Madrid; ya es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía.


Valerosos habitantes de La Paz y de todo el imperio del Perú relevad vuestros proyectos por la ejecución; aprovechaos de las circunstancias en que estamos; no miréis con desdén la felicidad de nuestro suelo; no perdáis jamás de vista la unión que debe reinar en todos para ser en adelante felices como desgraciados hasta el presente» (Dubrovic Luksic, 2008).

Pero el historiador boliviano José Luis Roca García ha establecido que existen 5 versiones de esta proclama y prueba como ha sido manipulada para presentarla como independentista en un momento en que ese objetivo no era la motivación central de dichos actos. En lo que él llama la versión número 1, la verdadera y que ubica en el año 1809 hay algunos párrafos que fueron borrados posteriormente y una alteración notable de otros:

«Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria. Hemos visto con indiferencia por más de tres siglos inmolada nuestra libertad primitiva a la tiranía de unos jefes déspotas y arbitrarios, que abusando de la alta investidura que les dio la clemencia del soberano, nos han reputado por salvajes y mirado como esclavos.

Hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuía por los mismos, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto de su humillación y su ruina.

Ya es tiempo pues de elevar hasta los pies del trono del mejor de los monarcas, el desgraciado Fernando VII, nuestros clamores, y poner a la vista del mundo entero, los desgraciados procedimientos de unas autoridades libertinas.

Ya es tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses del rey, de la patria y de la religión, altamente deprimidos por la bastarda política de Madrid.

Ya es tiempo en fin, de levantar los estandartes de nuestra acendrada fidelidad. Valerosos habitantes de La Paz y de todo el imperio del Perú: relevad nuestros proyectos por la ejecución, y aprovechaos de las circunstancias en las que estamos.

No miréis con desdén los derechos del rey y la felicidad de nuestro suelo. No perdáis jamás de vista la unión que debe reinar en todos para acreditar nuestro inmarcesible vasallaje, y ser en adelante tan felices como desgraciados hasta el presente» (Roca García, 1998).

El historiador José Luis Roca señala que esta versión fue reconocida como de su autoría por el cura Medina en los juicios posteriores contra sublevados, pues evidentemente no contenía un carácter subversivo. Roca establece que cuando critica a los «jefes déspotas y arbitrarios» no se está dirigiendo contra la monarquía, sino contra las autoridades locales. Por el contrario, es reiterativa la proclama en cuanto a su reconocimiento de Fernando VII como rey legítimo, lo cual era la tónica en ese momento, como ya hemos establecido. Y que cuando dice «la bastarda política de Madrid» se está refiriendo evidentemente al gobierno de José Bonaparte, no a Fernando.

Después de un análisis detallado de las versiones de las proclamas, y de otros documentos como el Plan de Gobierno y del «Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII», que se atribuye a Bernardo de Monteagudo, concluye José Luis Roca García:

«Conviene tener en cuenta que el leitmotiv tanto del Plan de Gobierno como de la apología y de la proclama (la primera versión), antes de que ésta sufriera las distorsiones regionalistas y patrioteras de la época republicana, es la libertad, como condición básica de la dignidad humana, pero no la independencia o separatismo que pertenecen más bien al área de las decisiones políticas. Las críticas al absolutismo contenidas en estos documentos no es distinta a la que formulaban en España las corrientes ilustradas y liberales que pronto iban a producir una transformación en la monarquía» (Roca García, 1998, pág. 117).

Nos quedamos con esas reflexiones sobre la verdadera razón de ser de los acontecimientos en La Plata y en La Paz de 1809, expresadas por el insigne historiador Roca García, pues hemos establecido que no nos detendríamos en los detalles históricos, que pueden ser leídos en muchísimos documentos disponibles, sino en establecer el sentido general de los hechos para comprenderlos de manera correcta y zafar de la manipulación patriotera que se les ha sometido.

El nombre que se dio a sí mismo el movimiento en La Paz no deja lugar a dudas sobre sus objetivos: Junta Tuitiva de los Derechos del Rey y del Pueblo.

Empieza la guerra civil y va a durar 16 años

La interpretación de los hechos de Chuquisaca y La Paz del año 1809, de acuerdo a los documentos citados, prueba que el movimiento que depuso a las autoridades no era independentista de España, pero sí un reclamo de las poblaciones y los patricios locales por sus derechos y opiniones que consideraban que nunca eran tomados en cuenta por las autoridades tradicionales impuestas por los virreyes.

Puede que hubiera entre los alumnos y egresados de la universidad algunas personas más radicales, dispuestas a avanzar hacia la independencia y la república, pero ni eran las que dirigieron el movimiento, ni sus ideas aún estaban maduras para calar en la mente de los actores sociales en 1809.

Es claro que el detonante de los hechos fue el temor, infundado o no, de que se cediera el territorio y sus intereses a la monarquía portuguesa y brasileña. Es decir, fue un movimiento juntista y anticarlotista. Movimiento que creía, equivocadamente o no, que el virrey Liniers, y su agente local García de León Pizarro, eran carlotistas y sospechosos de traicionar, no solo a Fernando VII, sino a ellos: hacendados, comerciantes locales, funcionarios de segundo nivel, docentes, estudiantes, etc.

Si bien la vida de Chuquisaca giraba en torno a la universidad, medrando algo de la riqueza de la cercana Potosí, La Paz era una ciudad de pequeños y medianos comerciantes que aprovechaban la circunstancia de estar a medio camino de las dos capitales imperiales, Lima y Buenos Aires.

¿Era extensivo esa repulsa a los comerciantes de Buenos Aires, encabezado por Manuel Belgrano, quiénes en verdad, más que Liniers, acariciaron con entusiasmo el proyecto carlotista? ¿Había de fondo un choque de intereses entre los locales y los comerciantes que dominaban Buenos Aires? ¿O solo era un conflicto dirigido contra las autoridades virreinales?

El hecho es que la respuesta al movimiento en Chuquisaca y La Paz fue dura y sangrienta, y en ello unieron esfuerzos tanto el virrey Abascal desde Lima, como Liniers desde Buenos Aires, y posteriormente su reemplazo, el virrey Cisneros.

El actor inmediato para luchar por restaurar el orden depuesto fue el gobernador de Potosí, Francisco de Paula Sanz, el cual pidió ayuda tanto a Abascal como a Liniers y Cisneros. En septiembre Abascal, ordenó a Goyeneche, que había sido nombrado como gobernador en Cuzco, avanzar y reprimir el movimiento, empezando por La Paz. Desde el sur, el virrey Cisneros nombró como presidente de la audiencia de Charcas a Vicente Nieto, al cual envió con mil soldados, desconociendo lo actuado por el pueblo allí.

Después de diversos choques entre septiembre y octubre, el 25 de este último mes, Goyeneche con 5000 soldados ataca a las huestes de Pedro Murillo jefe máximo del movimiento que defienden La Paz, que apenas tenía unos 1000 hombres en armas, derrotándolo. Se dice que antes del ataque Goyeneche pide la rendición y que los defensores se defienden alegando que sabían del entendimiento entre las autoridades de Buenos Aires y Carlota, además de que en el Mato Grosso se estaban acumulando tropas para la invasión (Revolución de Chuquisaca, octubre 2019).

Aparte de los muertos en las refriegas, centenas son arrestados, al menos diez son ahorcados, otros decapitados, otros condenados a penas de cárcel en lugares lejanos como Las Malvinas, Filipinas o Cartagena y sus bienes confiscados. Incluso algunos oficiales y soldados fueron condenados a trabajar en las minas por Sanz. La ciudad de Chuquisaca prefirió entregarse sin pelear y reconoció la autoridad de Vicente Nieto, pero esto no le valió mayor clemencia para sus dirigentes.

El 29 de enero de 1810 es ejecutado Pedro Murillo junto a otros camaradas. Se dice que antes de morir gritó: «Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida nadie la podrá apagar, ¡viva la libertad!».

Bibliografía

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Thibaut, C. y. (1997). La Academia Carolina de Charcas: una «escuela de dirigentes» para la independencia. En R. y. Barragán, El siglo XIX: Bolivia y América Latina (págs. 39-60). Lima: Institut français d’études andines. Obtenido de https://books.openedition.org/ifea/7395?lang=es

Fuente: Portal Alba / www.portalalba.org