Alba de los pueblos

En la gran cosmogonía de los pueblos originarios de América, el astro rey, el Sol ocupa un lugar de gran predominancia e influencia, en el Popol Vuh, el libro sagrado de los Mayas, en sus pasajes se narra como los dioses gemelos Hunahpú e Ixbalanqué descienden al inframundo para enfrentar a los Ajawab (señores del inframundo), de donde emerger triunfadores para convertirse en el Sol y la Luna. En los andes venezolanos de Mérida en La leyenda de las 5 águilas blancas, el astro con el nombre de Zuhé tiene un rol importante en la creación de los paramos merideños y sus cumbres nevadas. Inti por ejemplo es el Dios mas importante para la cultura del antiguo imperio Inca. Por su parte los Aztecas, Nahua (el Sol) simbolizaba la vida, y su eterna lucha contra la muerte diaria.  Estos son solo unos pocos ejemplos de la presencia del Sol en nuestras cultural originarias.

Esta presencia del astro rey es el mayor referente e inspiración para la serie/línea de desarrollo Alba de los pueblos. Serie que recoge las ricas, sorprendentes y fascinantes; leyendas, cuentos e historias de las culturas originarias de los pueblos de la PatriaGrande.

 

Futuro de la patria

Línea dedicada a los más pequeños (y los no tan pequeños también) de la Patria Grande. Cuentos, relatos e historias ricamente ilustrados que acompañaran el inicio de la vida o simplemente hacer recordar esa infancia vivida (de los no tan pequeños). Línea que ilustrara el futuro próximo de esa Casa Grande que es nuestra Patria Grande.

Julio Cortázar: «Lo confieso, tengo momentos de desánimo»

Una mosca dulcera, saltona y caprichosa quiere recorrerlo y se agarra con sus patitas a la superficie marrón de los zapatos. Luego avanza como alpinista por la larga pierna de un bluejean viejo, se ciega con el resplandor de una guayabera blanca y vuela hasta el hombro. Parece indecisa ante la barba, el cabello largo y medio despeinado. La cara de gladiador está allá arriba, la frente sobresaliente como un leve casco que se arruga y los ojos, dos peces azules suspendidos e inmóviles, pero atentos, están también en la cima. La mosca se decide, revolotea y en ese instante Julio Cortázar lanza un torbellino de humo de tabaco y la aventura llega a su final.

Julio Cortázar y su esposa Carol hablan con Jacobo Borges y, cuando Diana abre un poco las cortinas, sienten que aún no les desaparece el trasnocho, porque se han vuelto a deslumbrar. Pasaron unas pocas horas en Caracas en escala Managua-Panamá-Maiquetía.

Cortázar habla de Nicaragua: ―De hecho los nicas están en pie de guerra, la invasión parece inminente, no son nada optimistas en ese plano, esa es la impresión que se saca. Los milicianos se preparan, aunque creo que no son fatalistas, reina un clima de tranquilidad: van a enfrentar lo que venga pero esperan que no venga nada. Nicaragua está obligada a aprestarse a la defensa dedicando enorme energía y tiempo a eso. Encontré que han superado muchas cosas y hay alimentos, mercados nuevos…

Están oyendo Jacobo, Diana, Teodoro Petkoff y José Carrasquel. El escritor llegó a Caracas con ganas de conversar con el pintor Jacobo Borges, uno de sus mejores amigos y con otro amigo suyo, Petkoff, a quien de vez en cuando le pregunta ¿cómo está la crisis del petróleo?

―Usted ha tenido mucho contacto con Nicaragua, ¿medita una novela sobre la revolución sandinista? ―se le planteó la interrogante.

Cortázar explica entonces que hizo un cuento: ―Me motivó un viaje clandestino que hice a Nicaragua antes del triunfo sandinista. Estuve en Solentiname con Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez durante tres días. Hablé con los pescadores… ¿Somoza?, no se enteró nunca porque allí me ciudaron mucho.

Comenta que ha escrito muchos artículos sobre la cuestión nicaragüense. Opina que la revolución nica es diferente a la cubana. “Las revoluciones calcadas, en general, no funcionan. Me he dado cuenta de que es exagerado usar la palabra revolución porque en Nicaragua ha habido una liberación, no una revolución: ellos se liberaron de una tiranía pero las estructuras se han mantenido”.

Carol se mueve desde diversos ángulos tomando gráficas de la charla. Cortázar habla en ese instante de la vez que estuvo en Berkeley, y se percató de que los estudiantes norteamericanos no estaban enterados de lo que pasó en Cuba. Creían que Cuba era una nación independiente que de improviso fue sojuzgada por la URSS.

―¿Hay posibilidades de invasión en Nicaragua y El Salvador?

―La posibilidad existe ―responde― porque Ronald Reagan como persona es una suerte de típico fascista y tiene una violencia personal que quizás se debe a aquellos papeles de cowboy en el cine… además, es muy bruto e ignorante y se ha rodeado de gente como Haigh, quien es un paranoico.

Cortázar hace notar que en EE.UU. hay grandes diarios que le hacen a Reagan una oposición que el mandatario no esperaba, y es que el pueblo norteamericano no desea otro Vietnam. El Salvador les parece algo así.

―Podía haber una intervención armada sin que apareciesen los yanquis por parte alguna: en Honduras hay unos cincuenta asesores argentinos. Yo vi, por cierto, en San José de Costa Rica, hace pocas horas, varios helicópteros norteamericanos con soldados. Venían del Canal de Panamá, dicen que en ejercicios militares. A mí se me apretó el estómago y pensé: “Carajo, esto es la frontera con Nicaragua”, y uno se da cuenta de que hay unas tenazas cerrándose.

―¿Qué sucede con Argentina?

―Los cementerios son muy pacíficos y allá los militares se pasan el poder como se suceden los pases en el fútbol, pero los militares juegan en el mismo equipo…

Julio Cortázar se refiere a la situación económica argentina, con un dato que le parece el mejor símbolo de esa crisis: el mate, la yerba que para la gente del Paraná, por ejemplo, es mitigante a la hora de acabarse la comida, fue siempre lo más barato que hubo en el mercado.

―Hoy ―explica― el hombre va al almacén con su calabacita, para que le pongan hierba, porque no puede comprar un kilo de mate: cuesta demasiado.

¿Por qué francés?

Los brazos largos, delgados de Cortázar, llevan y traen las manos grandes, de nudos visibles, pecosas. Hace un gesto después de contar que él y Gabriel García Márquez enviaron a François Mitterrand un telegrama señalando que en Nicaragua se siente la amenaza de la invasión. “Lo hicimos desde Managua”. Cortázar piensa que lo de El Salvador fue el punto principal en la reunión del Presidente francés con Reagan.

A esta altura rebota la pregunta que todo un público lector ha querido hacer a Julio Cortázar: ―¿Por qué la ciudadanía francesa?

Cortázar sonríe. Sus dientes con nicotina, cortos, infantilmente rotos, a través de los cuales las palabras salen con un gangueo francés, subyacente en el “¿Vos qué creé?” se quedan para siempre fijados en la película de la cámara.

―Las objeciones que tenía en los aeropuertos o con cada polícia, la pérdida de media hora mientras el polícia veía mi pasaporte, han desaparecido con el pasaporte francés. Ese pasaporte me resuelve grandes problemas. Yo en este momento soy un ciudadano francés que continúa siendo un escritor latinoamericano: eso no tiene que cambiar, el corazón lo tengo en el lado izquierdo y el pasaporte en el derecho ―dice.

“Agente cubano”

Chupa su tabaco y agrega: “Desde hace 30 años vivo en Francia y no me había nacionalizado porque la embajada argentina y la CIA habían dado información falsa al gobierno francés. Decían que yo era un agente cubano pagado con el tabaco de La Habana… (ríe y comenta: “En vez de estar pagado con el oro de Moscú”), me consideran sospechoso de estarme metiendo en problemas franceses. El mismo día de la toma de posesión de Mitterrand, él invitó a muchos intelectuales, estaban Miguel Otero Silva, García Márquez, y yo también. Mitterrand me dijo que él conocía la injusticia cometida conmigo y a los quince días me entregó el pasaporte francés…”.

Más adelante expresa:

―La normalización de mi situación en el plano francés, no cambia mi posición hacia Latinoamérica, que es de gran fidelidad. En América Latina, en cualquier país latinoamericano me siento como en casa y me adapto en pocos días y esto que digo no es simple palabrerío.

Cortázar señala: “La idea de que renegaba de la nacionalidad latinoamericana venía de los argentinos”.

―Allá ―dijo― el chauvinismo y el nacionalismo son de los peores males. Convierten a los niños en patrioteros. De chico mis maestros me enseñaban cuidadosamente que éramos los más heroicos. “San Martín era superior a Bolívar, cuidado con los chilenos que son traidores, con los uruguayos que fueron provicia argentina, cuidado con los brasileños”… era un chauvinismo que nos metían en la cabeza y nosotros lo creíamos. Algunos lo siguen creyendo y ahora son generales…

Cortázar es un hombre tan sencillo como alto, tan humilde como modesto. Parece asombrado todavía del triunfo determinante de su literatura en el mundo.

Cree en el nacionalismo sano, en la identidad nacional y en la unidad de Latinoamérica en la diversidad. “¿Soñamos porque somos poetas?”, se pregunta.

―La política también es un cuento fantástico, arguye para repetir después algo que dijo Lenín: “Hay que soñar y tener control de los sueños”.

―¿Está inscrito en algún partido político?

―Siempre fui independiente.

―La política… ¿no le coarta su trabajo creativo en algún momento?

―Mi vocación es literaria ―dice Cortázar―, y de pronto parece sentir muchos deseos de hablar de ese tema:

―Hay días, en que he estado de viaje entre una reunión de un comité y un congreso, me digo “Caray, no tengo tiempo para escribir una novela”. Lo confieso: tengo momentos de desánimo. Pienso que me llaman para defender una causa, porque soy un escritor conocido, pero no me dejan escribir, me cuesta trabajo. Luego reflexiono y sé que uno siempre encuentra tiempo para escribir. Por ahora me dedico a los cuentos, pero tengo dos novelas en la cabeza.

La mosca ha vuelto y esta vez observa a Julio Cortázar desde una posición más estratégica: se ha posado en el borde de un florero de mesa.

―Una novela lleva de ocho meses a un año de tranquilidad, eso requiere para que te entregues a ella. Si la interrumpes, se enfría como la sopa y a nadie le gusta la sopa fría, pierdes el control de los personajes y esas cosas. Un día me voy a ir a una isla del Pacífico a escribir. Volveré con una novela…

Interrumpe el hilo de lo que dice para contar que en Argentina se sorprendieron en una ocasión porque apareció un cuento suyo que estaba dedicado a Borges. “No puede ser”, comentaron los lectores argentinos y tenían razón: al final del cuento decía: Este cuento se lo he dedicado al pintor venezolano Jacobo Borges.

Hace poco estuvo reunido con uno que se escribe sin “s” al final: Tomás Borge, el hombre fuerte de Nicaragua. Cuenta Cortázar que Tomás Borge lo observaba leer los diarios de Managua y le decía: “Lee también La Prensa”.

―Borge me dice: “Lee La Prensa”. Todos los días hay ataques contra el régimen sandinista. Lo he visto leyéndola y a veces se pone lívido de rabia. Si dependiera de sus vísceras la mandaría al diablo, pero él sabe que es necesario que eso siga… en Nicaragua hay mucha libertad, aunque lo tergiversen con informaciones que sostienen lo contrario. Los sandinistas tienen una gran paciencia.

Durante unas pocas horas Cortázar estuvo en Caracas. Durmió y desayunó en la capital venezolana.

―¿Cuál ha sido el libro suyo más vendido?

Rayuela… ―apunta sin dudas. “Es el que me gusta más también”.

―¿Y entre sus cuentos?

―Soy más cuentista que novelista y creo que mi mejor cuento es “El perseguidor”.

La mosca se ha llenado de valor para llegarse hasta la altura de aquella cara. Quizás le atrae el brillo de los anteojos.

Cortázar medita un instante y pregunta:

―¿Por qué vos me decís usted si yo te estoy tuteando?

Y en ese momento, de conversaciones menos periodísticas, la mosca pasa en vuelo aguerrido rumbo a la barba del escritor.

Precisamente cuando Julio Cortázar se pone de pie y lanza su bocanada de humo que oculta al florero de mesa por unos segundos y llena el espacio con el fuerte aroma del tabaco.

La mosca se mareó, dio varias volteretas y cayó al piso.

Un zapato marrón se le vino encima.

(Entrevista publicada originalmente el 16 de marzo de 1982 en el Papel literario del periódico El Nacional).

Mi gigante Fabricio

Ahí personas que con sus acciones marcan un punto de inflexión en la historia; uno de estas personas cuyas acciones marcaron rupturas históricas fue Fabricio Ojeda.
Al conmemorarse 59 años de la publicación de su Carta de renuncia al Congreso de la República. En opinión muy personal este es un hecho de gran importancia, y que sería a su vez el nacimiento de un gigante. Siempre e visto, e imaginado a Fabricio como a un gigante, como un superhéroe sin capa, como a un personaje salido de algún cuento de Cortázar. Lo veo luchando contra monstruos amorfos y corruptos, que devoran a los pueblos indefensos.
En ocaciones imagino a mi Fabricio acompañado de otro gigante justiciero, uno venido del sur, de la ciudad de Santa María de los Buenos Aires, este otro gigante se llama Rodolfo, que al igual que mi gigante es periodista y escritor, ambos enfrentan las injusticias sociales de gobiernos traidores y dictaduras militares.
Al gigante Fabricio más allá de homenajes y discursos, insustanciales o no, se le necesita estudiar e interpretar más, Fabricio aún tiene mucho que decir, y mucho tiene aún que hacer por su pueblo.
Es por ello que acá les dejo a manera de homenaje el trabajo que hiciera Omar Ruiz Alzamos tus banderas Fabricio Ojeda. Libro que fuera publicado por el fondodelsur https://fondodelsur.com/category/prueba/

Enrique Fernandez / Presidente Fondo editorial del sur

Evocando a Artigas. Por Gonzalo Abella

A propósito de celebrarse un aniversario mas del nacimiento de uno de los hombres mas grandes de la historia de esta nuestra Patria grande; Gervasio Artigas, publicamos un capitulo del fascinante libro escrito por el maestro e historiador Gonzalo Abella; Artigas, el resplandor desconocido. En este libro el maestro de forma muy pedagógica nos adentra en la vida y obra del «Protector de los pueblos libres». 

Artigas fue visto por sus contemporáneos desde muy diversos ángulos. Todos tomaron partido, de una manera u otra, en relación a su propuesta. Nadie quedó indiferente. Odios y amores lo acompañaron siempre. Es muy importante la visión de sus contemporáneos porque después TANTO LOS DETRACTORES COMO ALGUNOS DE SUS SUPUESTOS DEFENSORES FALSIFICARON SU IMAGEN, SU PENSAMIENTO Y SU ACCION.

En realidad, los fundadores del Estado Oriental, los inventores de la Constitución de 1830, servidores de la política imperial británica y su engendro de mini-estado tapón, quisieron borrar a Artigas de la Historia.

Fue un mal comienzo para un país recién nacido. Claro que a pesar de eso y de los crímenes de Estado que aquí se cometieron (genocidio charrúa, complicidad en la agresión al Paraguay, dictaduras varias, discriminaciones y racismos diversos) nuestro pueblo escribió páginas muy hermosas y modeló poco a poco una identidad propia. Esta identidad se cimenta en valiosas tradiciones que son muy nuestras y se asocian a un modo de ser y de sentir, a una cultura peculiar y a una actitud libertaria. Pero el surgimiento del Estado Oriental fue una maniobra antiartiguista.

Todavía circula en el Uruguay un billete de cinco pesos que demuestra que en los festejos de la Jura de la Constitución de 1830 no hay una sola bandera artiguista, ni un solo criollo en ropas rurales, ni un indígena, ni un afroamericano. En el cuadro al óleo, que el billete reproduce, ondea la bandera del Imperio Británico y la del Imperio de Brasil, junto a la argentina y la del nuevo Estado. El 18 de Julio de 1830 los poderosos terratenientes y los embajadores imperiales tenían mucho que festejar. Se alegraban porque la nueva Constitución negaba los derechos democráticos de las mayorías, se alegraban porque Artigas estaba bien lejos y ya no volvería vivo, y porque los charrúas, memoria fiel de su proyecto multicultural, iban a ser exterminados. Pero Artigas quedó tan hondamente grabado en el corazón de la gente que no se pudo borrar, ni se pudo mantener la llamada «leyenda negra» en su contra.

Los gobernantes uruguayos entonces, después de su muerte, comenzaron poco a poco a exaltarlo de palabra y ponerlo sobre un pedestal, pero falsificaron su pensamiento y su acción. Sepultaron algunas de sus expresiones más claras, ocultaron el sentido esencial de su programa y rodearon de un misterio impenetrable sus últimos treinta fecundos años en suelo paraguayo.

Los militares, desde Latorre y Santos, fueron los primeros en advertir que la imagen de Artigas era utilizable como Primer Soldado de un país joven que necesitaba tradiciones. A pesar de esto hubo un sector del Partido Colorado, que se resistió por mucho tiempo a esta reivindicación porque todavía estaba muy vivo el recuerdo del enfrentamiento entre Artigas y el fundador de ese sector, Fructuoso Rivera. Este sector, como desgraciadamente hace la mayoría de las instituciones humanas, creyó menos en la fuerza de sus ideales, en el ejemplo de sus hombres y mujeres ilustres, que en el viejo método de falsificar los hechos históricos que lo comprometían.

Todo estaba muy fresco aún en 1870. Por ejemplo, se recordaba perfectamente que el abandono por parte de Rivera de las posiciones independentistas, sus acuerdos secretos con Pueyrredón en 1817 y su posterior enfrentamiento a los patriotas habían culminado con la decisión expresa del propio Rivera, este contradictorio personaje, de asesinar a Artigas. Esta decisión fue tomada y documentada por escrito en 1820 cuando ya era pública la adhesión de Rivera a la invasión portuguesa. A este tema volveré después.

Reivindicar a Artigas, así pensaban algunos caudillos riveristas en tiempos de Latorre, hubiera sido levantar un índice acusador contra su líder. Debía dejarse correr el tiempo, suprimirse documentos, adulterar hechos (como pueden hacerlo los vencedores cuando escriben la historia de los derrotados). Mucho después, si el afecto por Artigas sobrevivía en la gente sencilla, podría empezar a fabricarse un culto oficial a su memoria.

Debe tenerse en cuenta que el Partido Colorado fue la agrupación política con mayor «oficio» de gobierno en el país y la que ocupó los puestos claves de decisión durante la mayor parte de los siglos XIX y XX. Estuvo en el poder cada vez que se dio un viraje crucial, para bien o para mal; y en sus pocos momentos de opositor también se las arregló para incidir en los temas más trascendentales. Es el supremo hacedor de la Historia Oficial. Esto explica en parte el silencio oficial sobre las dimensiones más trascendentes del artiguismo.

Al Estado Uruguayo le falta aún hacer lo que el Papa Juan Pablo II hizo para la Iglesia: reconocer los errores institucionales de tiempos pasados, aún los más trágicos. Lástima que aquí no se haga todavía esa revisión, porque todas las agrupaciones políticas relevantes tuvieron y tienen en sus filas ciudadanos ilustres y personas capaces de jugarse por las libertades.

Tengo en mi poder el «Album Biográfico Ilustrado y Descripción Histórico Geográfica de la República O. del Uruguay» que el Gobierno de Batlle y Ordóñez publicó a todo lujo en 1904. Una foto inmensa del «Excmo. Sr. D. José Batlle y Ordóñez» es la carátula interior de la obra, y la exaltación de su personalidad motiva el primer artículo. Pues bien, en la parte histórica Artigas no existe. Leemos: «El 28 de febrero de 1811 un centenar de gauchos levantados en armas proclamaron la Independencia de la Provincia Oriental» (…) «Portugal invadió con un ejército de 12000 hombres. A pesar de los heroicos esfuerzos de Rivera que resistió durante cuatro años, la Banda Oriental quedó sojuzgada…» (1)

Es así. Sólo a partir de los años 20 del siglo XX el Partido Colorado en su conjunto, el partido al cual perteneciera Rivera, el partido casi único de gobierno, pensó que ya Artigas no era peligroso y que podía funcionar como héroe general lejano y legendario. Habían transcurrido setenta años desde su muerte y era un país sacudido por nuevos enfrentamientos entre los partidos «blanco» y «colorado» que necesitaba símbolos y próceres extrapartidistas. Aclaremos que, a título personal, ilustres ciudadanos «colorados» ya reivindicaban a Artigas con anterioridad.

Desde la muerte de Artigas en 1850 cuatro imágenes diferentes se han enfrentado para registrar su paso por la vida.

La primera imagen fue la llamada «Leyenda Negra». No fue inventada por sus enemigos frontales, los colonialistas españoles o portugueses. Fue creada por los liberales porteños y montevideanos para calumniarlo, llamándolo desde «anarquista» y «traidor» a «hombre sin más ley que su voluntad».

Hoy quedan pocos defensores de este punto de vista. El anciano Profesor Vázquez Franco quizás sea uno de los patéticos antiartiguistas que todavía disfrutan de ir contra el sentimiento popular con un raro exhibicionismo elitista. Mucho más respetable es el sentimiento de desconfianza de algunos jóvenes de hoy, a quienes Artigas se les hace sospechoso precisamente porque los desprestigiados gobernantes de turno le rinden homenaje. Pero ya nadie puede leer sin una sonrisa lo que escribió sobre Artigas su acérrimo enemigo Marcelo T. de Alvear, porteño monárquico, también adversario jurado de San Martín, cuando llegó a la vejez: «Artigas fue el primero que entre nosotros conoció el partido que se podía sacar de la brutal imbecilidad de las clases bajas haciéndolas servir en apoyo de su poder para esclavizar a las clases superiores» (2)

Ya no tienen el impacto buscado esas expresiones groseras que ahora golpean más al que las escribió que al acusado. En cambio, sutiles variantes de la «Leyenda Negra», mucho más adecuadas al mundo de hoy, aparecen en el libro de la Profesora Marta Canesa («Rivera, un Oriental Liso y Llano», Ed. Banda Oriental, varias reediciones, Montevideo) y en libros de otros autores también colorados. Allí, para justificar las volteretas políticas de Rivera, se presenta a éste como político flexible, pragmático y sensato. Se proyecta así hacia Artigas indirectamente, por oposición, la imagen de empecinado y terco en sus decisiones originarias.

Debe recordarse, en honor de esta línea partidista de pensamiento, que también es colorado Maggi y otros pensadores que han reivindicado el artiguismo y lo han intentado comprender en su esencia desde siempre.

Otras veces se ataca directamente a la cultura charrúa, desvalorizándola, para desvirtuar así la alta valoración de Artigas por los pueblos originarios, ocultando las enseñanzas que éstos le aportaron a aquél. Atacar a los charrúas (decir que eran «pocos», «indolentes», «incorregibles») es atacar sutilmente a su mejor amigo y discípulo, José Artigas.

A veces por la vía anticharrúa se llega al delirio. El profesor Padrón Favre afirma que Rivera asesina a los charrúas a pedido de los guaraníes, y ve en este genocidio la «solución a un conflicto interétnico» secular… ¡entre un pueblo de pradera y una inmensa cultura habitante de las selvas húmedas! (algo así como decir que la ruina de los zulúes se debió a que los aborígenes australianos les prohibieron cazar koalas). Se confunde así a la macroetnia Tupí Guaraní con los grupos guaraní cristianos, y se identifican a estos últimos (esto es lo más grave) con los mercenarios de sangre guaraní al servicio de los exterminadores de pueblos originarios. También sobre ese tema deberé volver en un anexo que titulé «Nuevas formas de racismo».

Frente a la «Leyenda Negra» apareció la segunda imagen: un Artigas de bronce, guerrero joven y fornido en un caballo monumental, con aspecto de gladiador italiano. Un Artigas sin contradicciones y sin vida privada, que un día decía una frase célebre y al día siguiente le tocaba una batalla, y que entre firmar documentos y derrotar enemigos había una gran vacío sin otras sensibilidades ni vivencias. Sus frases democráticas (de las cuales se mutilaban sus reflexiones sociales y las claras referencias sobre el respeto a las culturas diferentes) transformaron a Artigas en un recitador del credo liberal y democrático-republicano. Para levantar esta imagen no necesitaron adulterar las palabras, porque en verdad Artigas era partidario de las formas democráticas de gobierno del Estado y en esto coincidía con los liberales. Simplemente recortaron las frases y omitieron hechos.

Una tercera imagen aparece entre los «blancos» más nacionalistas y luego se modifica (para reafirmarse en lo esencial) en la óptica marxista de los años sesenta. Estos enfoques cuestionan la imagen de «liberal republicano moderado y prudente» de Artigas y demuestran documentadamente su radicalismo social.

Surge así una imagen más aproximada a la realidad: un Artigas partidario de la integración americana, federal, enemigo del unitarismo porteño y del centralismo montevideano, y en un compromiso de vida, inclaudicable, con los más oprimidos y marginados.

Ambas corrientes redescubrieron al «Artigas de los de abajo». Ambas corrientes tuvieron precursores de la talla de Acevedo Díaz (en su primera época) y de Jesualdo Sosa.

Algunos «blancos» quizás intuyeron mejor el carácter de este radicalismo, pero los marxistas escribieron muchos más libros. Esta diferencia de volumen entre la producción literaria de unos y otros se debió en parte a que los «blancos» nacionalistas se sintieron ahogados por las dramáticas contradicciones internas de su Partido (¿cuándo no?) donde también escribían historiadores eruditos de enfoque conservador que se definían como «blancos». En cambio los marxistas de los sesenta se sentían dueños del futuro.

Muchísimas frases de Artigas reforzaban esta imagen radical que ambas corrientes descubrieron y su trayectoria más conocida, entre 1811 y 1820, la refrendaba en cada ación.

Los «blancos revisionistas» rescataron el énfasis artiguista en el mundo rural, la defensa del gaucho, el celoso cuidado por las soberanías particulares, la lucha por la descentralización, la opción por formas de desarrollo que no postergaran siempre al habitante del campo; pero no podían citar la política agraria radical de Artigas en su verdadera dimensión y mucho menos impulsar las libertades civiles y religiosas hasta los niveles libertarios que sólo Artigas propusiera.

Tampoco comprendieron la dimensión multicultural de la propuesta, pero eso fue un pecado general que tampoco ningún «materialista histórico» advirtió.

Para muchos marxistas (cuarenta años atrás) Artigas fue un jacobino, un socialista utópico, un precursor de Marx, un profeta de la revolución social del siglo XX.

Estos autores en general sostenían que el Artiguismo fue expresión de los anhelos de los más desposeídos en un marco de relaciones precapitalistas en el campo uruguayo, y que con el alambrado de los campos su propuesta perdió vigencia, aunque no su ejemplo.

Pero en eso se equivocaron: la propuesta de Artigas ya era considerada una locura en su momento de apogeo por parte del pensamiento «progresista» urbano. Ante los ojos de las Logias liberales, mucho más sensatos aparecían Bolívar y San Martín, que se planteaban metas independentistas acordes con el «progreso» a la manera europea y norteamericana. Artigas en cambio era considerado (desde la hegemónica racionalidad europeizada) un loco, pero demostró que esa locura, sustentada en el apoyo de los pueblos, a veces funcionaba y funciona mejor que la sensatez de los otros.

Por eso yo vislumbro y me quedo con una cuarta imagen: la del Artigas como precursor de procesos participativos multiculturales, la de aquel que supo levantar mejor que nadie en su momento un programa de respeto a la diversidad cultural y a la integración continental desde «la soberanía particular de los pueblos», como él mismo decía.

La federación de Artigas no era tanto de provincias como de culturas, hermanadas primero en el suelo charrúa y después en toda la gran Cuenca Platense, territorio donde se había aprendido a convivir en el respeto a todos los diferentes que respetaban.  La Liga Federal era algo así como decir, desde el alma de cada cultura y de cada comunidad, la frase que él mismo puso en su escudo: «con libertad ni ofendo ni temo».

Esto incorporaba (o coincidía en parte con) las ideas esenciales del ideario progresista francés y norteamericano, y el pensamiento científico que siempre le interesó. También recogía las antiguas tendencias autonomistas de las ciudades medievales españolas y la defensa aldeana «del común».

Pero al afirmar como él lo hiciera: «los indios tienen el principal derecho» reconoce algo que no entraba en el pensamiento europeo de la época: los derechos de la Naturaleza, y de los pueblos que viven en ella, a ser respetados. La relación con la Naturaleza desde una cosmovisión indígena, afro y gaucha es radicalmente diferente, es totalmente opuesta a la relación de manejo y propiedad que impone sobre ella el colonialismo.

Artigas propone la coexistencia de cosmovisiones basada en el irrestricto respeto de cada una de ellas. Para ello resuelve dejar grandes zonas de Naturaleza sin repartir (ni siquiera su Reglamento Provisorio tocó esos lugares) para que los pueblos originarios, los afroamericanos y los gauchos pudieran vivir libremente en su hábitat.

En realidad, el Reglamento Provisorio es solamente la parte escrita de su programa. Da respuestas exclusivamente para la racionalidad propietarista, que es la única que Artigas busca corregir, democratizándola y subordinando el derecho de propiedad al interés común. El Reglamento es sólo una pieza de una política agraria más amplia, la cual en relación a los hábitats tradicionales sólo delimita zonas para que los propios pueblos hagan allí su ley. Este es uno de los aspectos de la «soberanía particular de los pueblos» y de la relación de Artigas con las culturas orales, que valoraban más la palabra que el documento.

 Y este respeto a la diversidad cultural es un aspecto muy importante que no advirtieron los estudiosos marxistas que investigaron sobre Artigas en los años 60. Para ellos el Reglamento Provisorio de 1815 fue un impulso al desarrollo de las fuerzas productivas generando relaciones de producción más democráticas; pero no lo percibieron tal cual era, inscripto en una estrategia mucho más general, de diálogo multicultural, de desarrollo basado en estrategias locales diferenciadas.

Estos autores no comprendieron la multiplicidad de propuestas, provenientes de las diversas culturas aliadas en la Liga Federal, que eran fuente esencial de la plataforma artiguista y base social del movimiento. Por consiguiente empobrecen sin quererlo el alcance del pensamiento de Artigas. En el fondo, señalándolo como precursor de su propia doctrina, reducen su vigencia a una coyuntura concreta de nuestra historia. Ignoran la dimensión que hoy llamaríamos «ecológico-socio-cultural» de su propuesta.

Para el marco teórico marxista de esos años el desarrollo de nuestras sociedades en el siglo XIX tenía un solo curso posible: el capitalista, que era requisito previo, premisa, de toda revolución auténticamente socialista. Artigas sólo era el camino para llegar al desarrollo capitalista por la vía menos dolorosa, la más democrática. Porque el capitalismo era por entonces, creían, un mal necesario: el único escalón intermedio posible hacia la justicia social definitiva. Después el marxismo y la clase obrera (hija rebelde del capitalismo) harían el resto. Aunque a muchos de nosotros nos costó entenderlo, la propuesta de Artigas era más profunda: era la flexible búsqueda de todos los caminos posibles hacia un progreso solidario y sustentable, recogiendo lo mejor de cada aporte cultural. Era éste un camino no predeterminado en sus detalles, sino basado en las decisiones descentralizadas y libres que cada comunidad de la Confederación fuera encontrando. El camino, el programa, se construía y se reconstruía entre todos, pero siempre partiendo de determinados axiomas irrenunciables vinculados a los derechos de todas las culturas y la igualdad entre ellas.

Este principio no es el simple derecho de cada individuo a ser igual ante la Ley, que proclamaba el pensamiento democrático europeo de la época, aunque lo abarcaba; es una elaboración conceptual de un alcance estratégico mucho mayor.

Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas poner a trabajar la ciencia europea, la tecnología gaucho-charrúa, la jesuita-guaraní, el aporte espiritual-cultural afro, todo ello dentro de la sabia cosmovisión de la pradera multicultural.

Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas con la siembra de las «Escuelas de la Patria», escuelas nada laicas por cierto, que tomaban partido abierto por la causa federal americana y por la defensa de la diversidad cultural, apoyadas en Bibliotecas Públicas, trabajando para que los pueblos americanos fueran «tan ilustrados como valientes». Uno de los más hermosos poemas de Ansina es, precisamente, el Himno de la Escuela de la Patria de Purificación.

Al servicio de esta propuesta participativa soñaba Artigas con desarrollar el arte. Por eso, en medio de la pobreza de sus tropas, pide al Cabildo de Montevideo «cuerdas para los músicos de bordonas».

Este Artigas multicultural (o gaucho, que es lo mismo) que desafía todos los esquemas y los marcos teóricos académicos, es no obstante ello la imagen que perduró más vivamente en nuestro pueblo, y especialmente en las zonas rurales.

Qué es y qué hace un intelectual. Por Luis Britto Garcia

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Intelectuales, inteligencia, intelócratas, intelligentzia,  incluso brillantina o pomada son términos en boga desde 1880, cuando un grupo de pensadores y artistas fija posición en Francia sobre el controvertido caso Dreyfus y tras pugnaz debate logra su  revisión. Si la terminología es novedosa, el tema  se remonta a las primeras sociedades humanas. Desde las tribus originarias con sus chamanes y piaches, Egipto con sus escribas, China con sus mandarines, Grecia con sus filósofos  y la Edad Media con sus monjes han existido seres humanos especializados en la concepción, preservación, difusión y aplicación de ideas. ¿Cuáles de ellos pueden ser apropiadamente designados como intelectuales, en el sentido moderno?

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Para el cuarto trimestre de 2018, el Instituto Nacional de Estadística informa que  de 32.985.763 venezolanos están económicamente activos 15.947.719, cerca de  la mitad. De ellos,  15,08% son profesionales, técnicos y afines; 3,6%  gerentes, administradores o directores¸ 7,1%  empleados de oficina y afines, y 17,8% vendedores y  dependientes. Un 44,3 % de la fuerza de trabajo, aproximadamente la cuarta parte de la población,  se desempeña en labores de recolección, procesamiento y difusión de información, en las cuales prepondera aproximativamente el uso del intelecto sobre el esfuerzo físico. Se los puede catalogar por ello como trabajadores intelectuales.

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Sin trabajador intelectual no hay civilización. Desde que el  sapiens empleó por primera vez un guijarro  como herramienta, los trabajadores intelectuales originan y preservan las más decisivas prácticas y trascendentes cambios  de la Historia. Actualmente, activan el llamado sector terciario de la economía (investigación, educación, información, turismo, entretenimiento, finanza, política) que genera cerca del 70% del PIB global. La fisonomía de un país se revela más que por cualquier otra cosa por la proporción de trabajadores intelectuales que aloja. Pero una mayoría de éstos sólo  aplica fórmulas y procedimientos elaborados por otros, sin añadirles ni omitirles componente  alguno. Para ser calificado de intelectual en el sentido moderno, el trabajador intelectual debe además ser creativo, proponer nuevas ideas o conocimientos o reelaborar significativamente los que existen.

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Mas no basta con desempeñarse creativamente en la generación, reelaboración o difusión de información para ser considerado intelectual en el sentido moderno. Tal designación se aplica históricamente  para aquellos que utilizan la prominencia obtenida en su campo específico para intervenir en el debate público. Newton, que  circunscribió sus estudios a las ciencias naturales, es un trabajador intelectual; Voltaire, Zola, Marx, Engels, que utilizan sus destrezas como escritores y pensadores para proponer creativamente cambios sociales y políticos, son intelectuales en el sentido moderno del término.

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Esta distinción no niega ni elude el concepto de intelectual orgánico desarrollado por Gramsci. Entre los trabajadores intelectuales la mayoría pueden ser considerados orgánicos en cuanto aplican sus destrezas específicas en instituciones de la clase a la cual pertenecen, bien para perpetuar su hegemonía o para instaurarla.  Si bien hay intelectuales que no muestran una adscripción institucional, el sentido de sus obras la suple. Pero sólo deberían ser considerados intelectuales, en el sentido contemporáneo del término, el   grupo de trabajadores intelectuales que ejerce una función creativa y además interviene  activamente en el debate público.  Noam Chosmky,  lingüista prominente  del personal académico de una institución universitaria, es asimismo persona pública, que al expresar sus opiniones puede influir e influye de hecho en el curso de los acontecimientos que comenta. 

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La influencia en el debate público se puede ejercer incluso fuera de la voluntad del trabajador intelectual. Nadie más alejado de la intención de participar en una polémica pública que Nicolás Copérnico, quien dispuso que sus trabajos sobre el sistema heliocéntrico permanecieran inéditos hasta después de su muerte. Pero la idea expresada en ellos era de tal  relevancia, modificó  tan decisivamente nuestra percepción del mundo, que todavía hoy hablamos de revoluciones “copernicanas”. De igual forma se negó Charles Darwin a participar en el enconado debate que suscitó la publicación de El Origen de las Especies, pero sus investigaciones todavía determinan en gran parte la manera en que interpretamos la vida. Me inclino  por calificar también de intelectuales a las personas cuyo trabajo conceptual opera un decisivo efecto económico, político, social o cultural, aunque éste no haya sido programado, previsto o debatido por su autor.

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Decía Gramsci que cada clase social tiene sus intelectuales: con la adscripción clasista por lo regular se heredan las ideas, aunque esta adscripción puede ser electiva. Vienen Carlos Marx y Federico Engels de  familias  burguesas, y su pensamiento no sólo los emancipa de ellas, sino que casi emancipa al mundo. Por el contrario, mucho intelectual surgido de las clases explotadas no tiene más ambición que celebrar a los explotadores y a través de tal estrategia convertirse en uno de ellos. Pues así como las clases dominantes controlan la producción material, tratan también de regir la producción intelectual con las instituciones de la superestructura: escuelas, secundarias, seminarios, academias, iglesias, inquisiciones, universidades, fundaciones, tanques de pensamiento, centros de investigación, medios de comunicación. En cada una de ellas operan  jerarquías de trabajadores intelectuales que defienden y reproducen el sistema. El intelectual revolucionario que lo desafía es un héroe vetado y perseguido por los aparatos culturales del sistema contra el cual insurge, y a veces del que ayuda a fundar.

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La categorización precedente incluye a los artistas. Una obra de arte es una idea expresada sensorialmente. Pocas cosas tan decisivas en el debate ideológico como las creaciones estéticas, bien por el contenido ideológico que expresan, bien  por la autoridad de que  invisten a las opiniones del creador. Las composiciones  de Chopin y  de Giuseppe Verdi son  poderosos agentes del resurgimiento nacional de Polonia e Italia. La Guernica de Picasso es  lápida de la sepultura ideológica del fascismo.

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Toda  revolución de la modernidad ha sido preparada conceptualmente por vanguardias ilustradas. Para la constitución de  éstas  es necesario un núcleo de trabajadores intelectuales con dificultades de integración social y habilidad para participar en el debate público; con creatividad para formular un proyecto alternativo; que el mismo suscite adhesiones; que éstas sean validadas por un compromiso,  y que dispongan de medios de comunicación  para divulgarlo. Sin intelectual no hay revolución. Lograda ella, es indispensable comprender la realidad para planificar la nueva sociedad, defenderla  y mantener la cohesión de las clases emergentes. Sin intelectuales no hay socialismo.

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 Así como con frecuencia critica, debe el intelectual aceptar críticas, siempre que sean formuladas en sus mismos términos: razonamientos claros, hechos concisos, pruebas decisivas. ¿Qué responder a quienes menosprecian la tarea del pensamiento? De una vez y para siempre  contestó de manera lapidaria al místico Weitling el joven Carlos Marx: “La ignorancia no ha servido jamás a nadie para nada”.